jueves, 8 de marzo de 2018

MATICES

Eran las doce en punto de un día ardiente del mes de agosto. El reloj se detenía un instante para cumplir con su cometido y sonaron los doce gong. Las calles estaban huecas. La terraza del bar invadía la explanada de la plaza mayor. En el centro, una fuente de un solo caño vertía su caudal al pilón donde borboteaba. El agua salía por la boca de la escultura tosca de un mozalbete mofletudo, de cabello ensortijado y cubierto a medias por una túnica con numerosos pliegues rígidos desgastados por el tiempo, en actitud inmóvil.

Ander y Violeta se conocieron en el instituto. Hicieron juntos la carrera de magisterio, se enamoraron y desde entonces no se habían separado. Sus vidas transcurrían dentro de la satisfacción que produce estar junto a la persona amada, sin más exigencias. 

Frecuentaban un pueblo, próximo a la ciudad, donde habían alquilado un caserón. Eran de costumbres fijas y aburridas que se agudizaban con el paso del tiempo. Cuando estaban en el pueblo, Ander, mientras Violeta preparaba el desayuno, se desperezaba en el dormitorio de la casa que tenían alquilada. Su único oficio era recordar. Revivía los veranos que pasó en aquel pueblo junto a unos parientes lejanos, que se hacían más próximos cuando se acercaban las vacaciones. A todos los efectos, sus padres le depositaban en aquel lugar perdido. Ellos visitaban los lugares de moda, convencidos de que el chaval era lo que deseaba, aunque jamás se lo preguntaron. Entre los recuerdos se detenía al verse como un pintor, junto a telas imaginarias que recreaban la atmósfera de las calles de la población, con un expresionismo en el que la realidad se conjugaba como la representación de los sentimientos y los estados de ánimo de Ander. Expresaba las sensaciones, frente a la lógica de la amargura por querer cambiar su vida. Utilizaba colores fuertes y trazos firmes para plasmar el diálogo de angustia frente al mundo. Alguna vez pintaba algún personaje, que siempre representaba triste y desfigurado.


Al levantarse precipitado, por el olor a café y pan tostado, se apremiaba para encontrar su paquete de cigarrillos, encendía uno tras otro, y este gesto se repetía durante el día con escasas interrupciones. Era un pretexto para iniciar cualquier acción o justificar su indiferencia. Ander era un hombre cuyo aspecto estaba a mitad de camino entre el fracaso y la desesperación. 

Violeta pasaba las tardes leyendo y soñaba con largos paseos junto al mar cogidos de la mano del hombre que no se atrevía a amar verdaderamente. En el sueño siempre amenazaba el temporal y una gran ola irrumpía en el paseo, devolviéndola a la realidad. 


Ander y Violeta pasaban temporadas en aquel pueblo, sobre todo los fines de semana. Ander se distinguía por sus costumbres extravagantes. Ocupaba la misma mesa, a la misma hora, con idéntica forma de sentarse y de cruzar las piernas; una mezcla entre desgana y presunción.
Cuando se acercaba al bar de la terraza lanzaba un: "Oye. Por favor". Como un clamor que precedía a la petición de dos cervezas. La voz resonaba, amplificada por el cinturón de arcos que abrazaban la plaza del pueblecito, a continuación se dirigía a los  clientes y les invitaba a participar en sus disquisiciones, sin mucho éxito. La estatua era la única que parecía absorta ante las estridencias de Ander. Era un hombre que no le importaba destacarse gesticulando o mostrándose histriónico, y en muchas ocasiones elevaba la entonación para conseguirlo, aunque a partir de la tercera jarra de cerveza, no necesitaba ningún esfuerzo para hacerlo. 






Siempre le acompañaba Violeta, su pareja. E
n apariencia era frágil pero encerraba un fuerte carácter controlado por los años junto a Ander. Llevaba algunas veces un vestido color pastel, lila apagado, salpicado por lo que parecían florecillas discretas y en realidad eran motivos amarillos rematados por un pequeño guion verde a modo de interrogante. Parecía el boceto de una pintura al óleo, oculto bajo el expresionismo agitado de aquel hombre. 


Siempre estaba junto a él, le cedía todo el protagonismo y le hacía sentirse encumbrado ante una parroquia inexistente. Ella era una joven afable, de sonrisa contenida ante las imprevistas y desafiantes miradas de Ander. Se balanceaba entre una complacencia artificial hacia Ander y el sufrimiento acumulado por el tiempo junto a él. Se sentaba después de que él hubiera ocupado su lugar en la terraza del bar de la plaza, con la única misión de servirle de silenciosa compañía. 

Las estancias en la casa del pueblo se prolongaban, pasaron a durar meses por iniciativa de él, empeñado en la búsqueda de una pretendida inspiración para hacer de la pintura un refugio. Violeta observaba como el hastío de sus vidas, les deslizaba a un mundo de convivencia ficticia, plagado de significativos silencios, que él provocaba y ella no se atrevía a deshacer. 

Después de varios años repitiendo las visitas a la población, en la más profunda soledad, Ander comenzó a sufrir una enfermedad que deterioraba su capacidad cognitiva y que hasta entonces, se había mantenido oculta, por la aparente vivacidad en sus repuestas, ante nulos contrincantes.

La locuacidad y las rápidas contestaciones habían dejado de sorprender, hasta los que hasta entonces se decían amigos, y cada vez eran menos frecuentes y lúcidas sus intervenciones. 



 John Singer Sargent (1856–1925) Pintor estadounidense.



Violeta iba descubriendo que Ander se alejaba de la realidad que habían construido y que entre ellos solo quedaba la costumbre de estar en compañía. Estaba lejos el joven del que se había enamorado y que era sensible a las desigualdades. Para él, hablar de amor era sinónimo de cercanía, que se alcanzaba desde la generosidad; según él, era la cualidad para entender las diferencias. 

Todo lo había perdido. Ante ella aparecía un monstruo cuyo rostro había dejado de ser razonable, y lo ocupaba el semblante del que no esperaba nada. Se había vuelto agresivo hasta el extremo de que Violeta temía por su integridad.

Volvieron a la ciudad. Esa mañana, ella se preparó para acompañarle al médico. Él arrastraba una mirada perdida, ojos vidriosos y barba tupida que tiznaba su cara.Violeta hizo un sobresfuerzo y le adecentó. Sacó un vestido de escote valiente, que colgaba en su armario y que no se atrevía a ponerse. A Ander le parecía extremado. Al verlo a la luz, reflejaba un cárdeno intenso que resaltaba el color de sus venas, llenas de fuerza, dispuestas a combatir. 

Caminaban. Ander, sin fuerzas, extendía la mano para buscar la de Violeta, y se encontraron. A través de su piel transmitía que no le tenía miedo y estaba dispuesta a luchar para volver a ese amor que ambos habían conocido y solo la enfermedad, su condescendencia y el carácter de Ander se habían encargado de fragmentar. 

Al salir de la consulta pasearon cogidos de la mano hasta su casa. El sol comenzaba a ocultarse en un horizonte cubierto de tonos lilas y violetas que se mostraban sin complejos. Era el preludio de un atardecer plagado de esperanza.



Javier Aragüés (8 de marzo de 2018)


sábado, 3 de marzo de 2018

UN VECINO ENIGMÁTICO

El vecino del ático esperó a que la portera encendiese la luz de la escalera y entrara en su limitado chiscón. Entonces se encaró con la rata, único vestigio de vida en un inmueble tétrico. Resonó una voz. 

— Buenos días.

— Eres puntual. ¿Estás dispuesto a charlar?

— Un día caerás en el cepo y no volverás a saludarme.

—Es difícil. Noto el olor de cada vecino y antes de probar los trocitos de queso que hay en el cepo, sé si les han puesto la mano encima. 

— ¿Puedes explicarme a qué huelen?




— Los del primero a ignorancia, pasan y no dejan rastro. Los del segundo van impregnados de efluvios a avaricia, no son capaces de saciar sus ansias de poseer sin compartir, no saludan y se rodean de un tufo de insatisfacción. La pereza salpica a todos. Solo la lujuria me confunde con un olor nada frecuente que se concentra en los pisos más lujosos; pero hace meses que no huelo a nada


Un fuerte portazo ahuyentó al roedor, que corrió a su escondrijo bajo las maderas del peldaño más cercano, mientras la voz se ocultó tras la puerta del ático

Elvira cerraba de golpe para  poner de manifiesto que era una gran diva y estaba dispuesta a salir de casa. Descendía agarrada al pasamano. Cruzaba armoniosamente las piernas.  Solo la limitaba su falda, muy ceñida y con una larga abertura al dorso. Daba un pequeño giro a la punta del zapato, cada vez que notaba el contacto con el escalón, para asegurar un gesto elegante. Deseaba encontrarse con algún vecino. Pese a sus taconazos y suspiros el encuentro parecía imposible. No coincidía con nadie. Llegaba a pensar que el inmueble estaba desocupado. En el bajo se encontró con la portera. Tenía las manos en la cintura y los brazos separados. Estaba plantada delante de su cuartucho, provocando la charla.


— Tan guapa como siempre.

— ¿Usted lo ha visto? Acabo de salir de casa y este edificio parece una tumba.

—Yo no. Creo que llegó el lunes por la tarde, a última hora.

— ¿Quién se lo ha dicho?

— Mi marido. Pero no me fío, se pasa el día adormilado. Es como si no existiera.

— Este hombre es extraño. Nadie lo conoce. Debería haberse presentado, por lo menos a usted.


— Mi marido me dijo que no traía equipaje y que más que un inquilino parecía una visita. Pero no le hice mucho caso.

Elvira no mostró interés por continuar con la conversación. Se apresuró, sin perder la sincronía de sus pasos. En el portal paró un taxi, se aposentó en el asiento trasero e introdujo las dos piernas con habilidad, para no enganchar sus medias y mostrar hasta donde le parecía discreto. Indicó al taxista el nombre de un parque y el coche partió dejando una nube densa de gases grises por el fuerte acelerón.






Escaleras de Bramante




El centro de la escalera estaba vacío para alojar un ascensor que nunca había existido. Desde el garito de la portería, el hueco parecía una gran chimenea. En un extremo solo se oía canturrear a la portera, en el otro, estaba la salida donde se encontraba el último piso. Parecía oírse cómo se abría lentamente la puerta del ático, al son del rechinar de los goznes, mientras la rata asomaba el hocico puntiagudo sobre dos dientes repugnantes, entre las maderas del peldaño deformado. La voz advirtió. 

— ¿Ya estás aquí otra vez?

— Como nadie nos oye, he salido.

— Pienso en ti. Me entristece verte tan solo. 
¿Te has fijado en la chica de la falda?

— La he oído partir. 

— ¿Por qué te encierras?

— Prefiero pensar, ordenar mis sentimientos para relacionarme. Para mí, estar solo es una elección y está relacionada con la 
insatisfactoria vida exterior. 
Es más fácil hablar contigo, me ayuda a conocerme, aunque no me contestes.

— Elvira se interesa por ti.

— Solo sé que ha dado un portazo al salir de su casa y se ha parado a hablar con la portera. No sé nada más.

— Es un alma solitaria como tú, parecéis   diferentes pero algo os une. 

— ¿Por qué dices eso?

— Está sola pero elige los momentos para relacionarse, con la diferencia de que ella no quiere pasar desapercibida y tú sí.

—  No soporto vivir con la carga de no saber querer. He perdido el amor. No quiero mostrar la poca humanidad que hay en mí, ni llamar la atención; me oculto, pero me apasiona que hablen de mí. Tengo que asumir mi estado y vivir encerrado en mí retiro. En libertad, soy un riesgo.



¿Elvira?



Se oyó un murmullo en el portal. Elvira había vuelto y ejecutaba los mismos gestos. Su taxi se detuvo delante del edificio, ella se inclinó hacia el conductor para pagar, cerró el bolso, sujetó su falda con la otra mano, puso los pies en la acera, se incorporó y salió del taxi. Mientras, el coche se alejaba dejando una nube de gases negruzcos tras un acelerón.

Aunque la portera la abordó, Elvira aceleró el paso y zanjo el encuentro con un: "Mañana le contaré". No se detuvo. Subió al ático y llamó a la puerta entreabierta, que cedió. En el interior buscó al nuevo inquilino. Vio una rata a la entrada, que no se asustaba, corrió por el piso hasta toparse con él y la calmó. 


A la mañana siguiente, despertó en su casa. Se vistió como acostumbraba y descendió a golpe de tacón hasta toparse con la portera.


  Ayer venía muy cansada y no me entretuve en saludarla.

   No tiene importancia. Lo importante es usted. ¿Ha descansado?

   Perfectamente. Estoy muy animada para   empezar la jornada.

   ¿Le ha visto?

    Bueno. Usted lo sabe.

    Si no me dice algo más.

Elvira sonrió y la portera correspondió confirmando la complicidad.

  Anoche estuve en su casa. Me encontré una rata. Él no se asustó. Hablamos mucho y él me escuchaba. Es respetuoso y hoy le he propuesto que salgamos. 

 ¿Ha aceptado?

  Por supuesto.

  ¿A dónde irán?

  Al parque y después comeremos juntos.

  Me alegra señorita Elvira. 
      Parece que tarda en bajar.

—  No crea, es muy tímido y no lo hará hasta  que usted no se retiré.

Salió al portal esperó unos minutos mientras desaparecía la portera. Paró un taxi e instantes después desapareció. El coche dejó una nube densa de hunos grises y negros provocados por un fuerte acelerón.


La portera desde el chiscón rumiaba y el murmullo llegaba hasta el ático, por el hueco del ascensor"Esta se cree que me engaña. El nuevo la ha dejado plantada, como siempre".


Javier Aragüés (marzo de 2018)



miércoles, 21 de febrero de 2018

EL VIAJE APLAZADO

El ritmo habitual de la jornada se va aplacando en la ciudad.Van cerrando los establecimientos, abren los refugios para los más inestables y la pulsión de la vida cambia por el estruendo de los instintos. 

En una calle estrecha, vinculada a una arteria de la ciudad, se encuentran dos bares separados entre si por varios edificios de oficinas. El primero de los escondrijos se envuelve en un decorado sencillo pero llamativo. Los hombres que lo frecuentan son parados o con escasos recursos, pero suficientes para acudir al menos dos veces por semana. Lo regenta una mujer rubia de un amarillo marcado a fuego en la peluquería. Es la peor zona de la calle, con un simple paseo se ven seres taciturnos, a la entrada y la salida del falso bar. Siempre se mueve algo en ese tramo oscuro donde transitan las miserias.

En la parte más iluminada de la misma calle, está El  Black Night Strip Club. Es un bar underground que no tiene nada de contracultural y todo de marginal. Por el nombre sugiere innumerables posibilidades para liberar la fantasía. En el exterior parpadea el nombre del club, al ritmo de la excitación de los que caminan disfrazados de naturalidad y ocultan los sentimientos. Los más asiduos son personas con salarios estables, escaso bagaje cultural y pretendida educación. Es un bar de horteras y también un refugio de almas libres: raras personas soñadoras, apasionadas y amantes de la vida, todo ello rodeado de una estética kitsch. Marcelo trabaja en uno de los despachos próximos. Moreno, con incipientes huellas blanquecinas en patillas y bigote,  atractivo y estatura desapercibida, se acerca como todos los días al finalizar la jornada. Se encamina osado, con notable convicción y merodea fingiendo titubear, pero la decisión de acudir está tomada muchas horas antes. Al entrar se topa con la cortina de terciopelo y color granate, con una única abertura, desgastada por el manoseo de tantos gestos impacientes. El encargado le saluda con cordialidad y él se siente reconocido. "La chicas" se distribuyen estratégicamente por la sala y la mayoría se parapetan tras la barra de un mostrador, forrado de rojo, negro y abalorios dorados. En el interior apenas se distinguen los cuerpos de "las chicas". Casi todas visten con la misma hechura: ínfimas faldas de cuero negro rematadas en la cintura, más o menos cuidada, por grandes cinturones de charol rojo y mayúsculas hebillas, que reflejan la tenue luz del estridente fucsia del local. Entre todas destacan dos. No han dejado de alternar en el  local desde que abrió hace unos cuantos años. Los asiduos las llaman cariñosamente las SS.








Sandra es una mujer esbelta, de hombros equilibrados y espalda espléndida. Está sola, espera sentada en un taburete luciendo sus estilizadas piernas y un escote invasor. Sonia es una chica pusilánime y nada agraciada, lo que compensa con cantidades abundantes de maquillaje, es compañera inseparable y la protegida de Sandra.

Sonia está con un cliente. Espera que entre otro con mejores expectativas para ella. Inmediatamente le abandona con una falsa excusa y se acerca al recién llegado dando muestras de estarle esperando impaciente, le deja un beso carnoso y húmedo sobre su mejilla con la marca del carmín de sus labios a modo de mordedura de medusa y se pone una copa.  Así es Sonia, siempre al acecho.
   
Sandra siempre espera inadvertida, por su presencia, aparatosidad y fuerte carácter, . Solo cambia de actitud cuando es la hora de que llegue Marcelo. Desde su taburete está atenta a quién traspasa la cortina, mira el reloj, son casi la nueve de la noche. Marcelo se retrasa, suele llegar antes. Se mueve nerviosa, se coloca detrás de la barra, enciende un cigarrillo, coge una copa, se pone un poco de agua y dos hielos, simulando un vodka y se sitúa en el otro extremo que está en penumbra. Inquieta, no deja de mirar la puerta y el reloj que está junto a las botellas de whisky. Son las nueve y veinte. Su cara expresa un ¡por fin!, sin pronunciarlo. Marcelo entra azorado consciente de que se retrasa, busca entre las chicas y no la ve, hasta que aparece Sonia, la mira y la interpela gesticulando con los hombros con un ademán chulesco.




— ¿Y Sandra?

No le contesta. Con los ojos indica la parte oscura de la barra. Sandra surge de las sombras. Decidida va hacia él, que le coge de la mano y se sientan.

— No te esperaba. ¿Me pongo una copa?

— Lo tienes bien aprendido.

— Si te lo tomas así, no te molesto.

— Me molesta el tono que empleas y parece que quieras tratarme como a uno más.

— Para mí, aquí dentro eres uno más.

— Se te olvidan las promesas y las facilidades de otros momentos. 

— Lo que llamas otros momentos coinciden con los días que te sientes generoso conmigo. 

— Así es difícil que podamos hacer el viaje.

— Para salir de los momentos difíciles siempre empleas el dichoso viaje como excusa.

— Sabes que deseo hacer un largo viaje al sitio que prefieras. A una de esas islas con playas de arena suave y blanca, con un mar en calma...

— Ya estás soñando y repites siempre el mismo cuento. No te creo.

Sandra salta del taburete y se dirige resuelta a los lavabos tropezando con el pico del mostrador. Desaparece por el pasillo, llorando.

La confianza que existe entre Marcelo y 
Samuel, el encargado, hace que cuando nadie los oye, la llame por el verdadero nombre de Sandra, Mari Ángeles, que incluso Sonia desconoce. Samuel habla con frecuencia con Marcelo cuando ella no está delante.

— No debía decírtelo, pero Mari Ángeles solo tiene ojos para ti. Procura evitar a otros clientes y tengo que hacerle algún reproche con la mirada, entonces reacciona y finge estar solícita con él.

— Está bien. Sabes que estoy casado y quiero a mi mujer.

— Entonces ¿Cómo explicas tu actitud?

— Cuando llego aquí me transformo. Solo  puedo pensar en ella, estoy en sus manos.

— No me atrevo a decírtelo, pero piensa que de esta manera le estás haciendo mucho daño.





—  No sé qué hacer. No debería volver por aquí.

Samuel niega con la cabeza.

— No resuelve la situación. Ella te quiere.

— Lo sé, pero no puedo vivir así. Sé que le encantaría hacer un viaje, los dos. El sitio no importa, pero solos. Cuando hablamos del viaje se convierte en otra persona, me trata como a su verdadero amante. Me apetece hacerlo, pero tengo pánico. 

— Díselo.

—Me preocupa lo que sentirá Mari Ángeles al verse fuera de aquí. Entonces hará proyectos. Me preguntará por qué no lo dejo todo y construimos una vida lejos de aquí, fuera de todo esto. No soportará mirar al pasado.

— No lo espera. Pídele que te acompañe como si se tratara de un viaje de trabajo y le quitas importancia, una vez en el lugar que elijáis solo depende de los dos.


Sonia advierte que Sandra ha desaparecido hace más de diez minutos. Marcelo y Samuel dejan de hablar y están pendientes de Sonia. Bruscamente, deja el taburete y se dirige al lavabo. Se escuchan los golpes insistentes en la puerta y su voz gritando:

"¡Sandra! ¡Sandra! No lo hagas" 




Javier Aragüés  (febrero de 2018)

martes, 13 de febrero de 2018

EL CONDUCTOR

Un gusano de luz se arrastra a gran velocidad llevando en sus entrañas a seres indefensos condenados a una vida que se va apagando en cada traviesa y se agota en cada reflexión. El traqueteo del convoy apacigua a los más tenaces que terminan conformándose con lo que se ha convertido su proyecto vital: deambular sin descanso y sin objetivos.

Soy conductor de metro. Me deslizo por la vida y procuro no detenerme en las estaciones donde se oculta la frustración. Mi trabajo se desarrolla por el interior de un conducto de cemento por el que recorro las vísceras  de la ciudad. Aquí abajo, en el subsuelo, se equiparan los sueños, se vive con la misma ansiedad y la soledad invade cualquier escondrijo a salvo de la melancolía. Huyo de la pesadumbre de los días, busco en cada andén un vestigio de existencia que anuncie vida, pero solo distingo formas inertes. Siempre me tropiezo con la vacuidad.




Cada mañana, un supervisor está junto a mí, vigila cada gesto, condiciona mis movimientos y me hace virar a su antojo. Sus indicaciones responden a la lógica para discurrir por los hechos sin sobresaltos: "todas se ajustan a la norma para evitar percances". Entiendo la obligatoriedad del precepto para eludir riesgos, pero me limita y me impide transitar por la vida con convicción.

El interventor no asegura la felicidad en todos los trayectos, ni a mí, ni a los pasajeros, pero garantiza que sí sigo sus instrucciones, saldré indemne del recorrido. Al pasar por las estaciones, me obliga a regular la velocidad hasta detenerme y volver a arrancar, apenas sin pausa, lo que impide deleitarme con el aspecto del andén, del que forman parte los pacientes viajeros.






Me entristece tener modulada la velocidad por la que circulo por la vida y tampoco me siento libre para  detenerme. No puedo observar con calma a los que se sitúan en los andenes.

Algunas veces deseo hablar con algún viajero que está esperando el tren, pero cuando sube se diluye entre el resto de la gente y pierdo toda posibilidad de que me pueda decir lo que siente, porque solo pronuncia el silencio.

De los viajeros, no sé nada. Ignoro si son libres para coger este tren, tampoco  lo que opinan  del comportamiento del resto de pasajeros.

Me preocupa el número de estaciones que faltan para llegar a la última. Cuando pregunto al supervisor, persiste en su deseo de abstracción y responde: "faltan n+1, siendo n todas las que tenemos que recorrer hasta llegar a la penúltima". Es un trayecto endiablado en el que nada cambia. Entre los viajeros persiste el tedio y se agudiza el silencio. El conformismo se instala, nadie opina ni se queja. El desinterés crece con la duración del trayecto y se hace crítico al aproximarnos a la estación n.



Al llegar a una estación de las muchas del recorrido, en el andén, hay una mujer y una niña cogida de la mano. Parece que son madre e hija. El supervisor me ordena detener el metro. Las dos, rodeadas de murmullos, suben al vagón situado en cabeza. Los pasajeros les hacen sitio. La niña, de unos doce años, tiene ojos oscuros y tristes, grandes como sus ansias de aprender; la boca perfilada para vocalizar con rotundidad y manos expresivas, que se mueven al compás de sus palabras. 

Comienza a hablar, la escucho desde mi cabina. Entre el silencio del pasaje y el golpeteo de la ruedas sobre los raíles, destaca la voz de la pequeña que pregunta a  su madre.

— ¿A dónde vamos?

 — Este metro nos lleva hasta el final del trayecto. Si un viajero se siente fatigado o indispuesto, puede bajar en la siguiente estación, pero no podrá volver a coger el tren.

—  Pero nosotras, ¿por qué viajamos en metro?

—  Porque es el medio más rápido para ir de un lugar a otro.

— A mí no me gusta ir tan de prisa. Prefiero caminar bajo el sol y las nubes, sentir las gotas de lluvia y respirar entre las plantas. 

En la siguiente parada, la niña comenta las imágenes de los anuncios del andén. Ninguno de los viajeros se ha detenido a mirar.

— Mira mamá ese parque está lleno de niños. Están jugando y sus abuelos ríen sentados en los bancos. Me gusta ese letrero que dice: VIVE LA VIDA QUE QUIERES VIVIR. O ese otro: IMPOSIBLE NO ES NADA. Me gusta, mamá.

— A mí también hija.

Al oír a la nena descubro que no tengo ojos para admirar la belleza de la infancia, tampoco para disfrutar de la quietud de la madurez, y que se me ha olvidado vivir. 

Salvo la niña, el resto de los pasajeros permanece en silencio. Lentamente, sin fuerzas, se van agolpando en las puertas de salida. La voz artificial que refuerza la señal acústica anuncia que estamos llegando a la estación n. La mayoría de viajeros se disponen a bajar. Mientras voy reduciendo velocidad pienso en el final. Deseo que la pequeña no descienda hasta la estación n+1 para poder hacerlo con ella y pasar a ser conductor de la vida. 



Javier Aragüés (febrero de 2018)







miércoles, 7 de febrero de 2018

PASAIA

La humedad dominaba el puerto y reposaba en los brazos mecánicos de las grúas que cortejaban a la flota pesquera y a los escasos mercantes. Alguna bocina disonaba en la bahía tranquila y recibía con calma el caudal del río Oyarzun, que señoreaba en el lugar desde hacía siglos y hacía compatible sus aguas, con las salobres y algo domadas del Cantábrico, en el fondo de la ensenada. 





Los reflejos de los colores vivos: rojos, blancos y verdes, característicos del País Vasco, dominaban la superficie del agua y se imponían sobre los cascos de la mayoría de las embarcaciones. El cielo melancólico, el ambiente empapado y el olor a mar invadían la población donostiarra. Se formaban pequeñas gotas de agua sobre todos los elementos del paisaje que enclaustraban el aire y recordaban  cómo se sentían algunos en esa tierra.

Gorka acudía puntual a la cita, había quedado con los componentes de su cuadrilla a tomar unos vinos después del "currelo", hasta que se hiciera la hora de la cena. Los recibía en el embarcadero. El primer gesto era alargar el brazo hasta asir uno de los pasamanos húmedos de la barca, eso le hacía sentir que la amistad estaba cerca. Siempre empezaban la ronda por la taberna más próxima al muelle que enlazaba los dos Pasajes (Pasaia), San Pedro y San Juan; era inimaginable la bahía sin la presencia de la pequeña barca a motor, que solo se detenía para embarcar y desembarcar
 pasajeros y los llevaba  de una a otra orilla, sin alterar el paisaje. 

La mayoría de sus amigos eran de Pasajes San Pedro, pero acudían al otro lado de la ría porque encontraban aquella orilla y el pueblo más euskaldún (vasco). Andoni era su mejor amigo. Pertenecía a una familia de pescadores, aunque él siempre empleaba el término arrantzales, para  recalcar que algo diferente había entre ser pescador vasco y un mero capturador de pescado. Su padre y sus tíos se embarcaban desde siempre, para ir a faenar el bacalao a Terranova, en Canadá. Lo hacían en otoño y no regresaban hasta acabar la primavera.



Vista del puerto de PASAIA


Andoni conocía bien la historia  y alardeaba de sus antepasados. Decía: "desde 1525, vamos a buscar el bacalao y ahí está la primera armadora pesquera del país, Pesquerías y Secaderos de Bacalao de España S.A, la P.Y.S.B.E, que es de Pasajes". Esta historia le encantaba repetirla, recordaba perfectamente el año y ponía  mayor énfasis si estaba delante algún forastero; pero corrían los años setenta, las reservas marinas se agotaban y el sector entraba en crisis, las leyes de protección de especies y caladeros cuestionaban esta industria pesquera.

Lo que en aquellos años setenta estaba en auge, entre los jóvenes, y los no tan jóvenes, era el sentimiento nacionalista vasco, llevado a sus últimas consecuencias. La organización ETA, Euskadi Ta Askatasuna, en euskera, País Vasco y Libertad, en español era una organización terrorista, nacionalista vasca, que se estaba extendiendo por todo Euskadi. Alcanzaba gran simpatía en sus comienzos por su marcado carácter antifranquista para después de los años pasar a ser sinónimo de muerte. Andoni simpatizaba con los miembros de la banda, y yo también. En la calle se simplificaban las cosas y al final lo que importaba era si te considerabas, y te consideraban, abertzale (patriota) o no. Andoni era intelectualmente, muy simple y esquemático. Buscaba reducir la complejidad de las cosas a un bueno o malo, o si es que había que pensar: a un sí, o un no, sin argumentos, Eso tampoco distaba de lo que la sociedad vasca quería entender para soportar la ya incipiente irracionalidad. 


Aunque Andoni hablaba euskera, entre nosotros hablábamos en castellano salpicado de algunas palabras sencillas en vasco que todos conocíamos, al margen del manoseado y respetado agur. 

Aquella tarde  después de hacer la ronda por los bares de Pasajes San Juan, cruzamos la ría con la motora hasta el otro Pasaia. Al bajar en el amarradero, Andoni esperó a que el resto de la cuadrilla se hubiera ido. Entonces me pasó el brazo sobre mi hombro y me llevó hasta su casa. Subimos la escalera exterior del caserio y al agarrar la barandilla, sentí las gotas que anunciaban la presencia de la inseparable humedad y la sensación de sigilo. 






Foto de Mónica Aragüés





En la entrada nos esperaban su padre y sus tíos. En el salón, una luz tenue anunciaba la gravedad de la reunión. Tomó la palabra el padre.

—Gorka, para mí eres un hijo más. Sabes que Euskal Herria, nuestra patria, está atravesando  momentos difíciles y reclama a sus hombres, los verdaderos gudaris (soldados vascos) para que acudan en su ayuda. 

Andoni se atrevió a hablar y preguntó.

— ¿Qué quieres de nosotros?

— Es el momento de luchar por la tierra de los aitas (padres). Si nos pide un sacrificio debéis estar orgullosos de estar entre los elegidos. Los grupos de lucha necesitan combatientes jóvenes como vosotros, dispuestos a llegar hasta el final.

Tanto Andoni como yo entendíamos que nos estaban pidiendo pasar a formar parte de los comandos armados. Sabíamos que existían, pero nos veíamos muy lejos de formar parte de ellos, no nos habíamos planteado comprometernos hasta ese extremo. 

Miré a una de las ventanas y la lluvia se retenía en el marco, sobre los cristales. Las gotas expresaban el cautiverio, pero también la naturaleza viva.

A la vez, los tíos de Andoni, con gesto serio, cerraban sus puños y añadían patetismo a las palabras épicas del padre.

Andoni, atónito, hizo un sobresfuerzo para comportarse como un hombre cabal, desconocido para mí. Miró a su padre y habló por los dos.

— Aita, nos estás pidiendo algo que puede cambiar nuestras vidas y expulsarnos de la sociedad. Yo no te puedo contestar y Gorka, creo que tampoco.

La reunión no acabó aquí, padre y tíos siguieron insistiendo hasta que a la media noche Andoni me acompañó a la barca con sensación de haberme llevado a una encerrona. 

Los días transcurrieron con normalidad tensa, bajo el sirimiri; hasta que una tarde Andoni cuando estábamos de nuevo los dos a solas, me sujetó por el hombro; yo, timorato, intenté separarme.

— ¡Gorka! espera. Se me ha ocurrido una idea para evitar esta añagaza. Desaparezcamos. No sabrán si nos hemos unido a algún comando.

Aunque la propuesta, era arriesgada no parecía un disparate. Al día siguiente después de tomar unos vinos con la cuadrilla, los dos, nos dirigimos a Trincherpe; un barco salía para pescar la merluza en el Golfo de Vizcaya y tocaría puerto en Capbretón, en la región de las Landas. 


En  la madrugada fría y húmeda, divisábamos tierra. Con marejadilla, algunas olas salpicaban la cubierta. Cogí por el hombro a Andoni y con la otra mano me agarré con fuerza a la barandilla de popa. Estaba empapada y cubierta de gotas de agua. Eran las de siempre, pero esa mañana anunciaban la libertad.                                




  Javier Aragüés (febrero de 2018)