sábado, 7 de abril de 2018

LA MADRE QUE SE MORÍA POR TORREVIEJA (Cuento infantil)

Era un país grande, muy grande; tan grande, tan grande, que todos los caballos del mundo cabían en un jardín grande, grandísimo, que tenía en su interior y al que todos sus habitantes llamaban la estepa. En aquel  país vivía un hombre pequeño, muy pequeño, que todos 
llamaban el pequeño Putin. Para el pequeño Putin, su madre era lo más importante, pero siempre después de él. 







La mayoría de los habitantes del país de la estepa no le respetaban, le temían. El pequeño Putin era un hombrecillo fuerte, muy fuerte, al que le gustaba demostrar a sus vecinos, lo fuerte y poderoso que era. Cuentan que con solo un lápiz podía hacer desparecer un país, y así lo hizo cuando mandó a su ejército a la guerra contra un país vecino, simplemente firmando una orden sobre un papel. También contaban que con su voz era capaz de matar a miles de niños, y así lo hacía cada vez que ordenaba a sus aviones descargar las bombas sobre los territorios pobres, donde vivían miles de pequeños indefensos. También tenía los ojos diminutos, como dos granos de arena, nunca los cerraba por miedo a ser traicionado. Por sus pequeñas y afiladas orejas escuchaba todo lo que decían de él; si cuando lo que oía, no le gustaba, desterraba al parlanchín a un territorio muy frío, tan frío, del que nadie regresaba. Decían que tenía un olfato tan fino que distinguía, en cualquier habitación, completamente vacía, si había estado allí algún conejo o cualquier animal que tuviera pelo; y los más exagerados decían que sabía el nombre del animal ¿Y sus pies? Sus pies eran como de juguete: los dos cabían en una cajita de cerillas, que utilizaba como zapatos, casi no podía andar. Se desplazaba siempre en un caballo, pequeño, más pequeño que el póney más pequeño, pero siempre lo hacía por la noche, para que no le viesen y así no sentirse ridículo

Tantas cosas contaban del pequeño Putin que no se sabía si eran leyenda, o realidad, pero todos coincidían en que era un hombre sabio, muy sabio. Y todos  se preguntaban de dónde había sacado esa inteligencia tan prodigiosa.

La única persona que hablaba bien del pequeño Putin era su madre. Era una anciana encantadora. Era muy vieja, tan vieja que estaba arrugada como una pasa. Andaba arrastrando los pies con la espalda curvada. Pero era grande, muy grande. Siempre llevaba unas gafotas tan grandes, que le cubrían toda la cara, y a través de ellas veía todo, hasta lo que pasaba en otros países y las sujetaba en sus grandes orejones, por los que oía todo, todo lo que decían, y sobre todo estaba atenta cuando hablan del pequeño Putin. La anciana era tan grande que no cabía en el palacio del pequeño Putin y había mandado construir un palacio de grandes dimensiones en la estepa. Era tan grande que los árboles crecían dentro y la mitad de los caballos que pastaban en la estepa dormían en su interior.







El pequeño Putin cuidaba mucho a su madre y procuraba tenerla siempre a su lado. Como vivía en la estepa, la guardia iba todos los días a buscarla y la llevaba cada día junto a su hijo. Para ello había mandado construir un trineo gigante. Estaba fabricado de madera y habían necesitado cortar más de 100.000 árboles de la estepa, por eso era tan desértica. No regateaba esfuerzos para tenerla junto a él. Cada vez más, los habitantes del país pensaban que las buenas cualidades de Putin se debían a las facultades de su madre. Creían que si moría, el pequeño Putin dejaría de ser tan fuerte y perdería el poder.  






Pasó el tiempo y durante muchos inviernos a penas salía el sol. Los inviernos eran cada vez más duros. La madre del pequeño Putin comenzó a padecer una enfermedad en la piel. Al no recibir los rayos del sol perdía las facultades por la que la admiraba el pequeño Putin. Cada día que pasaba veía peor, no era capaz de distinguir a su hijo cuando estaba delante de ella y era incapaz de diferenciar un trueno de un portazo. El pequeño Putin,  alarmado, hizo traer a los mejores médicos del país. Pasaron semanas deliberando hasta encontrar la solución. Cuando la tuvieron se lo dijeron. 

Tenía que llevar, con urgencia, a la anciana a un balneario de una pequeña población, en un país insignificante comparado con el del pequeño Putin. Allí había sol, casi todos los días del año. Pero eso significaba que el pequeño Putin, si no quería abandonar a su madre, tenía que dejar el país  en manos de un consejo de ancianos. 



Pasaban días y días y el pequeño Putin no se decidía. Tanto tiempo pasó, que la madre se puso muy malita y la enfermedad podía con ella. No veía nada, ni oía; ya no podía ayudar al pequeño Putin, que perdía sus facultades con la misma velocidad con que lo hacía su madre. Dudaba entre permanecer en el poder o acompañar a su madre, a ese país donde brillaba el sol. El estado de la anciana se agravaba por momentos y casi le imploraba. Por fin, decidió ponerse camino a Torrevieja, y acompañar a su madre. Además del consejo que le habían dado los ancianos le parecía que el nombre del pueblecito estaba destinado a su madre, por su tamaño y por la edad. Repetía un y otra vez: torre vieja, torre vieja. Sí, pero tenía que dejar al consejo de ancianos al frente del país para que lo gobernaran. Pero el consejo, al ver como se había comportado con la madre, se negó y no pudo dejar el país.


La madre del pequeño Putin murió, él perdió todas sus facultades y por tanto el poder.
A partir de ese momento, el consejo y todos los ancianos del país decidieron establecerse definitivamente en Torrevieja. Al cabo de unas semanas, a todos les cambió la piel, que se volvió de color bronce y no tenía arrugas.

Cada día que pasaban en aquel lugar, eran más felices, más fuertes, más guapos y muchos de ellos continuaron sus negocios. En el nuevo país no se despreciaba a las organizaciones que para defender sus intereses no utilizaban demasiados escrúpulos. Por eso algunos se encontraban como en casa.


Javier Aragüés  (abril de 2018)




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