martes, 24 de abril de 2018

SUS DEDOS Y EL MAR

Junto a L´Estartit, las aguas bañaban el pequeño archipiélago de las islas Medas. Rodeaban cada uno de los siete islotes y, con buena mar, los trataban con indulgencia. 

La tramontana era el viento frío que arreciaba del norte y cuando soplaba despeinaba la escasa y desvalida vegetación de los peñascos. Al erosionar los rompientes, las esquirlas de las rocas junto con  la espuma del mar saltaban hasta que la siguiente ola las sometía y pulverizaba los restos. Todo se producía bajo un cielo que dominaba el cromatismo y extendía los tonos hasta conseguir un azul intenso, en contraste con el blanco calcáreo de los islotes.






El viento había soplado muy fuerte. Cesó al amanecer y sobrevino la calma mezclada con algunos silbidos amortiguados que evocaban las fuertes ráfagas de los días anteriores. Se oían los cánticos lejanos de gaviotas y cormoranes que contrastaban con la quietud y el silencio de las rocas. Los vientos estaban cambiando y alejaban la tramontana. 

El sol invitaba a sumergirse, aunque apenas había nadie en el agua. El mar expresaba una falsa calma que hacía desconfiar a los que conocían el lugar. En lo alto, un cielo sin nubes mantenía un azul intenso, mientras en los islotes el agua se remansaba sin detenerse, Se  veían flujos y pequeños remolinos entre los escollos que rizaban suavemente el mar de superficie, jugando a entretenerlo. 

El sol calentaba, la diferencia de temperatura con la superficie empujaba las masas de mar desde las profundidades, con sigilo y firmeza, para tomar una dirección inexorable buscando alejarse de la costa con movimiento constante e imperceptible desde fuera del agua. 

Era un día de verano que aprovechábamos para navegar. Habíamos preparado la travesía desde la Escala. Al arribar al puerto de L´Estartit fondeamos nuestra pequeña embarcación junto al islote del Medellot situado en la parte más septentrional del archipiélago de Las Medas. Era una zona tranquila y poco frecuentada, en medio de aguas profundas y removidas por una débil corriente que se sentía en la superficie. El buen tiempo hacía que el estado de la mar pareciera inofensivo

En el barco solo los tres: mi mujer, mi hija y yo dispuestos a disfrutar del día en el mar. La embarcación estaba amarrada a una boya de superficie. La corriente se dejaba notar y el cabo que la sujetaba cada vez se tensaba más, y producía  un ruido inquietante al alargarse. Era un quejido difícil de soportar y resonaba en mi interior. Yo estaba pendiente de que la fuerza de la corriente no superase la tensión del cabo, lo rompiera y liberase el barco dejándonos a la deriva. 

El cable soportaba los embates pero la tensión y el ruido de los tirones rompían el silencio y penetraban en mí hasta hacerme dudar. 
Me senté en la proa para controlar mejor el cabo, no pensaba en otra cosa hasta que sentí: ¡chof! en el agua, gire la cabeza. Era un sonido seco, inconfundible, el que producía un objeto pesado al caer al mar; se formaron círculos concéntricos y unas cuantas burbujas. Mi mujer gritó: "¿Mónica que has hecho?" Salté del barco y me tiré al agua, en el salto, mientras iba en el aire se agolparon deseos y temores. Mi pensamiento descontrolado dibujaba la imagen de la niña en el agua, semisumergida, la veía y me hacía preguntas desesperadas: ¿Se hundiría? o ¿podría mantenerse a flote?   

Al tirarme, según entraba en el agua, el frío se extendía por mis brazos, al llegar a la cabeza y  tocar mi nuca, me devolvió a la dramática situación, que por un instante me hizo pensar que todo eso no pasaba. Instintivamente me sumergí para buscarla. Bajo el agua, el verde oscuro, infinito y silencioso llenaba mis ojos, que se perdían sin encontrar nada. Estaba agarrotado miraba únicamente delante de mí, al girarme la vi. Aparecieron sumergidas las piernecitas agitadas. Me acerqué y pude tocarla con los dedos y ella me agarró con los suyos.  Comprobé que estaba bien, no había tragado agua, nadaba a su manera como lo hace una niña de seis años, lo suficiente para mantenerse a flote. 

Mi tranquilidad se esfumó en segundos. Mientras la sostenía por su cintura para que no se cansara, nos movíamos alejándonos del barco. La corriente se despertaba y nos empujaba a los dos fuera del Medallot con fuerza y rumbo al horizonte. Perdía las referencias e intentaba nadar para no dejar de ver el barco. Mi mujer asomada a la barandilla de popa nos observaba, no era consciente del peligro y decía: "Venga, ya está bien, venid". No podía contestarla. No quería decir : "no puedo", para no alarmarla. Tampoco podía malgastar las fuerzas, mientras sujetaba a Mónica para que no tragara agua, si se asustaba sería terrible. Intentaba que la corriente no nos alejara. Fueron unos segundos que parecían horas luchando contra lo imposible. Intentaba resistir para no desfallecer, pero me agotaba, a apenas la podía sujetar. Al no sentirla con mis dedos el pánico se apoderó de mí, ya no podía La corriente nos arrastraba. Mi mujer empezó a sospechar que no podíamos regresar. Agitaba los brazos con impotencia haciendo gestos para que volviéramos. Se produjo un silencio que parecía eterno.

Lo había dado todo por perdido y no sabía qué hacer para salvar a mi hija. Exhausto en el agua, vi a un velero de bandera francesa, agité los brazos para que nos viera, mientras gritaba: "¡Monsieur. Monsieur! S´il vous plait. S´il vous plait," Así varias veces, o muchas, no lo recuerdo. En un instante perdí toda esperanza porque el velero parecía alejarse, pero no. Arrió las velas, arrancó el motor y puso rumbo hacia nosotros. El patrón era un francés formado en la mar; con destreza, acercó el barco por la banda de estribor, atravesándolo para impedir que la corriente nos alejara más. Desde el agua, yo buscaba la mejor posición para coger a mi hija y subirla a bordo, el barco se movía con la corriente y no lo conseguía, a pesar de la ayuda del francés. Al verme tan alarmado y fuera de control, el hombre lanzó una guindola de salvamento sujeta a un cabo. Como si fuera un juego, le dije a Mónica que se agarrara fuerte al salvavidas, el francés recuperaba la guindola estirando del cabo. Yo seguía la estela, mientras mi hija sonreía. Al llegar a la altura del casco esta vez sí, conseguimos subir a la niña a bordo. Mientras la levantaba, pude acariciar sus dedos. Yo repetía una y mil veces: "Merci monsieur, merci monsieur".El patrón me tranquilizaba y le quitaba importancia: "déjà passé monsieur". Mi mujer no nos perdía de vista, pero los gestos de desesperación habían desaparecido de su rostro, ahora era placido esperando poder abrazarnos. 

A bordo del velero, junto a mi hija, miraba al patrón sin hablar y con una sonrisa tímida expresaba mi agradecimiento.

Mónica se movió y buscó mis dedos, al tocarla pensé que el mar y los hombres seguían siendo sorprendentes.


  1. Javier Aragüés (mayo de 2018)


LOS SIRGADORES DEL VOLGA

Entre los años 1940 y 1941, los bolcheviques pusieron en la
fachada de una casa deshabitada una placa de madera con la siguiente leyenda: 

En esta casa vivió 

gran pintor ruso, nacido en 1844, muerto en 1930.


Pero eso ocurrió algunos años más tarde del comienzo de la historia.
En la localidad costera de Kuokkala en territorio filandés, en una casa de madera rodeada de un gran jardín tupido de abedules, pinos y abetos Repin tendido en el diván de la sala, observa en el espejo de la pared, la figura de un hombre cansado y viejo, testigo de la agonía de una generación en la que después de la revolución comunista se centra toda la tragedia rusa. Es por esa causa que huye de San Petersburgo y se refugia en Kuokkala donde morirá y será enterrado en el jardín de su casa a la sombra de un abedul bajo una cruz de mármol blanco que los bolcheviques derribarán para sustituirla por una tabla de madera a modo de lápida. Pero eso también ocurrirá años más tarde.

Como es su costumbre, por la noche dormirá a la intemperie en la galería de su habitación. Tiene horror a lo cerrado y esté donde esté siempre duerme al aire libre. Por la mañana sube a su estudio donde una luz cenital límpida y fría entra a raudales por los cristales del techo. Dibujos a carboncillo, lápiz o tinta china, cuelgan de las paredes, mientras que decenas de bocetos de retratos de una época muerta, yacen en las estanterías cubiertas de polvo. De un gran cartapacio extrae los apuntes que había tomado para pintar su gran obra maestra, el cuadro que lo catapultó a la fama, “Los sirgadores del Volga”. Revisa las caras extenuadas de miradas desafiantes de hombres y mujeres que río arriba, en sentido contrario a la corriente, arrastran los barcos en un trabajo inhumano. Pero entre ellos queda grabada en su mente la cara demacrada, exhausta, de un hombre que, a pesar de su trabajo de esclavo, guarda un toque de distinción que le diferencia de todos los demás. Cuantas veces revisó esa carpeta, cuantas noches soñó con ese rostro que perturba su mente y le crea un sentimiento de culpa.

Antes de la revolución comunista de octubre de 1917, antes de que la caída del Imperio fuera para él una dolorosa sorpresa y un brusco despertar, frecuentaba el palacio de la duquesa Polixena y de su hijo Alexis, a los que había retratado en diversas ocasiones. El joven Alexis era el fiel representante de una sociedad privilegiada que vivía al margen del mundo real. En los corrillos de la corte se comentaba que estaba perdidamente enamorado de una de las jóvenes camareras de su madre, con la que había tenido una niña. Ahora en plena revolución comunista, confiscadas las tierras, abolida la propiedad privada, nacionalizada la banca y dirigido el gobierno por comités obreros, a la nobleza, a la aristocracia, para sobrevivir solo les queda el camino de la huida. Así, la noche en que decenas de obreros y campesinos armados entran en el palacio, saqueando, robando y prendiendo fuego por las estancias, Alexis con Irina y la niña huyen por uno de los pasadizos secretos que los conduce al canal donde les espera un barco que los llevará por el río Neva a las afueras de la ciudad.


Repin recuerda a Alexis remolcando un barco. Sus miradas se cruzan, pero no es capaz de ayudar. No es capaz de decir una palabra porque el miedo dirige su voluntad. Junto Alexis, una mujer que también está atada por su torso, le tiende una mano en la que sin pensar deposita unas cuantas monedas. Junto a los bateleros, una niña descalza llama a su madre. De forma febril sigue dibujando, su mano guiada por la rabia y por el contraste del oscuro sufrimiento humano y la claridad del paisaje, plasma la más cruda realidad de la desigualdad social.



Sara Laborda              24-4-18

lunes, 23 de abril de 2018

EL SOLIFLER Y SANT JORDI (microrrelato)










EL SOLIFLER    (microrrelato)


Iba avanzando la lectura. Con cada página vencida, caía un pétalo. Era un punto y aparte, otra victoria. A los pies del solifler reposaban las señales del amor como banderas arrebatadas al relato. Ante mis ojos el pequeño recipiente de cristal, solo. Un lecho de hojas a sus pies anunciaba el final. Creía tener el destino en mis manos. Un golpe de brisa y de nuevo al origen. Todo empezaba, ahora la podría conquistar.


Javier Aragüés (Sant Jordi de 2018)

jueves, 19 de abril de 2018

EL MILICIANO

Los milicianos republicanos. Civiles armados en la guerra civil 

El golpe de Estado fracasa en muchas partes de España, ese fue el caso de Madrid o Barcelona. En todas esas zonas la iniciativa inmediata de la lucha contra los golpistas y la reducción de los sectores que habían apoyado la insurrección corresponde, por lo general, no a unidades del ejército regular sino a milicias, surgidas en medio del desbarajuste del 18 de julio. Organizadas por determinados grupos políticos, sindicatos o asociaciones de izquierdas (PCE, PSUC, POUM, CNT, UGT), estaban formadas por individuos dispuestos a defender sus ideales frente a un ejército en rebeldía que venía a representar los intereses de los grupos más reaccionarios y conservadores. A ellas se unieron  los restos de los cuerpos de seguridad que por diversas razones se mantuvieron fieles a la República en determinados casos (Guardia civil o Guardia de asalto). Sin embargo, las milicias, cruciales en un principio, mostraron pronto su debilidad como fuerza militar.



A mediados del mes de julio de 1936, los sucesos históricos se precipitaron hasta desplomarse sobre las vidas de los españoles. 
Tal era su importancia que fabricó la historia durante gran parte del siglo XX.

El Madrid republicano estaba arropado por un cielo donde cabían calles, hombres y mujeres, miradas y paisajes. Algunos escritores apasionados con la ciudad definían el cielo de Madrid como literatura en estado puro. 

En la vida de los madrileños había un lugar preferente para la esperanza que venía de la mano de la República y de las libertades. Las ideas se paseaban sin complejos y esperaban servir a todos los que padecían desigualdades y miserias.  

Desde un principio, los intelectuales se pusieron a favor de la causa republicana, pero pasados los primeros años, reivindicaban la intelectualidad como un oficio, y ni siquiera la contienda civil podía despojarles de esa condición. No podía considerarse un pensamiento homogéneo y algunos pensaban que la inteligencia debía ser combatiente. El poeta, Rafael Alberti militaba en el partido comunista y aglutinó a pintores, periodistas, actores, escritores, políticos; tanto españoles como extranjeros. 

Desde luego abundaban los españoles de a pie, como Jesús, un madrileño que coqueteaba con esa nueva vida que parecía surgir. De ideas republicanas inculcadas por un viejo maestro de escuela. Jesús era un joven que trabajaba en una pequeña imprenta de la calle Mayor y estaba afiliado al sindicato de la UGT. Tenía la tez aceitunada y el entrecejo serio. Sus ojos se iluminaban con la luna y su rostro se apagaba con la tristeza de los que conocían la miseria. De día, el cielo de Madrid acariciaba su piel cuando paseaba por la Gran Via con sus amigos. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y destacaba el blanco noble de su camisola en los días de fiesta, como aquel domingo.  


LA MUERTE DE UN MILICIANO




En un mes de julio sofocante, los rumores y las tensiones se desparramaban por el viejo Madrid. Hablaban de un pronunciamiento militar en el Protectorado de Marruecos, pero fue el sábado dieciocho de julio cuando se extendió a todo el territorio nacional. Al día siguiente, domingo diecinueve de julio, las calles eran un hervidero de gentes, carreras y tropiezos en todas las direcciones. Unos madrileños corrían hacia la Puerta del Sol, donde se encontraba el Ministerio de Gobernación; otros se dirigían a  Cibeles, frente a ella tenía la sede Ministerio de la Guerra, para protestar. En todas las bocas se leía la palabra traición y aparecieron  armas en manos de algunos de los  manifestantes. Los guardias de asalto, vigilantes del orden público, no intervinieron, algunos, incluso, se sumaron a los manifestantes.  



A LAS BARRICADAS (SE PUEDE ESCUCHAR HIMNO)

El lunes veinte se conocía que el levantamiento era en toda España y se había extendido a otras ciudades. Se hablaba de Barcelona, donde los rebeldes habían sido derrotados. La noticia enardeció a los madrileños que corríeron decididos hacia el Cuartel de la Montaña situado en el monte del Príncipe Pío.  El General Mola que había sido cesado tras la victoria del Frente Popular, se había dirigido hasta el acuartelamiento vestido de paisano. Él y 1364 hombres, entre oficiales, suboficiales y tropa, acompañados de un grupo reducido de civiles falangistas se pusieron del lado de la insurrección. 

Entre los madrileños que corrían para llegar al cuartel estaban Jesús y tres amigos. Habían conseguido armarse en uno de los repartos espontáneos que se hacían frente a los locales sindicales. Se sumaron a un grupo que estaba al mando del cabo de la benemérita, Leandro López. Juntos consiguieron alcanzar la fachada. Se lanzó un ataque combinado y un teniente coronel que mandaba las milicias ciudadanas intentó el asalto por el talud que daba a la Estación del Norte. 

El grupo de López, entre los que se encontraba Jesús, iba tomando posiciones para entrar en el edificio. Mientras se intensificaba el fuego cruzado, se parapetaron tras unos sacos terreros junto a la tapia. Se produjo un significativo silencio y desde el cuartel sonaron los acordes de la Internacional. Por una de las ventanas laterales se asomaron soldados que saludaban con el puño en alto. El acuartelamiento de infantería había caído. Todavía existían focos de resistencia que terminaron por sofocarse. Los últimos defensores se batían en retirada y seguía el intercambio de disparos. Uno de los rezagados se dirigió hacia el grupo de López agitando un pañuelo blanco, se acercó y cuando estaba junto a Jesús descerrajó el fusil sobre su cuerpo.

Junto a otros madrileños y entre sus amigos, Jesús se despidió acariciando la vida.


Javier Aragüés (abril de 2018)









domingo, 15 de abril de 2018

MAR MORADO



MAR MORADO



La punta del malecón se teñía de un blanco encrespado, luchando contra el lila tornasol de los rugidos del temporal. Arreció y llevó las gotas a sus mejillas. En un mar morado, el navegante la buscaba sin descanso. Ella se había entregado. Cansado de mirar las rocas entre celos y sufrimientos, mientras lloraba, el mar la arrojó a la playa.

Javier Aragüés (abril de 2018)

sábado, 14 de abril de 2018

Cal y Neva (Sara Laborda 10-4-18)





Neva nació en un pueblo muy lejano donde nunca se veía el sol. Los árboles, las casas y los caminos tenían los tonos blancos, negros o grises según las estaciones del año. Las gallinas eran negras de picos blancos. Los perros eran blancos con pintas negras. Las vacas eran grises con lunares negros. Los pájaros eran o bien todos blancos o todos negros.Los zapatos y los vestidos de los niños y niñas siempre eran grises, negros o blancos.




Cada día al salir del colegio, Neva y su amigo Cal, se sentaban en sus pequeños trineos a contemplar el plomizo cielo. Alguna vez una pequeña nube blanca les guiñaba el ojo, pero velozmente desaparecía devorada por un nubarrón que dejaba caer cientos de pequeños copos blancos, que les hacía correr a sus casas.

La vida en Trotski era realmente gris y aburrida.
Pero un día pasó algo sorprendente. Por el único camino que conducía al pueblo adonde nadie iba, llegó un pequeño carruaje tirado por cuatro caballos de crines blancas y negras. Parado en la pequeña plaza de casas blancas porticadas, los caballos relincharon y se alzaron en dos patas, de repente se abrió una de las puertas y los habitantes del pueblo estupefactos, vieron bajar del carruaje una niña de ojos azules, melena rubia, gorrito azul y un abrigo de lana roja.





Cal y Neva quedaron maravillados. Nunca habían visto semejantes colores. Decenas de veces abrieron y cerraron los ojos, como si aquella niña fuera una visión que pudiera desaparecer en cualquier momento. Iris, que así se llamaba la niña, llevando en su mano un pequeño maletín de cuero marrón se acercó a ellos y les habló en un idioma que no conocían. 




Cal y Neva aproximaron su mano y tocaron a Iris que les sonrió con la sonrisa más dulce que nunca habían visto. Iris con gestos les indicó que tenía hambre y sed. Neva sin dejar de mirarla la cogió de la mano y la llevó a su casa.

Los mayores del pueblo, sobre todo el alcalde Putin y su vieja madre vieron en aquella niña de brillantes y desconocidos colores un peligro para la pequeña comunidad.

─ Es una bruja ─ dijo la madre de Putin ─una bruja que nos encantará con sus ungüentos mágicos.

Tanto insistió, que Putin reunió a todos los habitantes del pueblo en la pequeña escuela y después de largas deliberaciones, decidieron que la encerrarían en un gallinero hasta que supieran que hacer con ella. 




Mientras, en casa de Neva, Iris abrió su pequeño maletín y sacó varios libros con hermosas fotografías. Por primera vez en su vida Cal y Neva descubrieron los colores.  Fotografías de un sol radiante en islas tropicales. Pequeños pueblos pesqueros con barcas de color blanco y rojo sobre el mar de un azul turquesa. Campos de verdes vides y trigo dorado salpicado con amapolas rojas. Todas las tonalidades de las flores y los frutos, en definitiva el color de la vida misma hizo que Neva y Cal lloraran de alegría.

La madre de Neva les dio de cenar, pero cuando Iris iba a acostarse en una pequeña cama en la habitación del muchacho, Putin con cuatro hombres entró en la casa y se llevó a la niña metida en un saco.

Aquella noche Cal y Neva la pasaron sentados junto la reja del gallinero de Putin. Iris permanecía serena y sonriente como si nada la asustara, pero los niños le llevaron mantas y bebidas calientes. Durmieron a la intemperie hasta que un gallo de madrugada les despertó con su “quiquiriquí”.




Empezaba a llover y unos nubarrones negros amenazaban tormenta cuando Iris les tocó a través de la reja del gallinero. Sonriendo miró al cielo y sus bellos ojos azules irradiaron un rayo de luz tan potente que las nubes se retiraron dejando ver un trozo de cielo azul por donde se coló un tibio destello de sol. En aquel momento un arco de mil colores apareció en el cielo. Iris silbó, y de entre las nubes apareció su pequeño carruaje tirado por los cuatro corceles blancos. La niña atravesó la reja, les dio un beso y subió al carruaje que se deslizó por aquel arco iris de colores hasta perderse en el pequeño agujero azul del cielo.

Cal y Neva junto al gallinero se frotaron los ojos pensando que todo había sido un sueño, pero al llegar a casa encontraron una carta dentro del libro de Iris, que decía:

“Queridos Neva y Cal. No viváis nunca en la oscuridad, buscar siempre la luz en las palabras, en vuestros actos, en vuestras vidas, y seréis felices”.

Cuenta la historia que, desde aquel día, en los veranos del pueblo de Trotski, un sol tibio ilumina los campos.



Sara Laborda                           10-4-18

EL MAR

Alguna consideración le ofende más que la indiferencia, porque es como es si le recordaran continuamente que falta algo y que no puede ser feliz.

Hernan Bas



Era el momento. Se asomaba un cambio en mi vida y quería abandonar una infancia desafortunada, marcada por la ausencia de mi padre. Sentía que la plenitud y el deseo de vivir inundaban mi cuerpo.

Sin imaginarlo, iba a conocer lo que se entendía por amor, aunque ignoraba que era un sentimiento a la vez subjetivo y apasionado. Probablemente, lo buscaba para ocupar el cariño que no había tenido y ansiaba poder sustituirlo por ese amor adulto, aunque supusiera perder un gran tramo en mi vida. Si lo encontraba, podría resolver las preguntas que me repetía desde mi adolescencia tardía: ¿Lograría amar? ¿Ser amado? ¿Cómo sería ella?





Durante aquel verano, el mar lo era todo para mí. Desde muy niño, cuando lo descubrí en la orilla, me arrodillaba a sus pies. Era un gesto de admiración, dejándome abrazar en su regazo, mientras que arena y agua circulaban entre los pliegues de mi piel, yo intentaba sujetarlo entre mis dedos, que ignoraban su fuerza y la habilidad para irrumpir y serpentear venciendo cualquier obstáculo; quería retenerlo entre las manos, aunque fueran unas gotas, aunque solo fuera una pequeña parte del océano, pero siempre escapaba. 

Todas las tardes paseaba disfrazado de soledad, no dejaba de mirar al ponto azulón calmado, al que no pedía nada y mecía mis pensamientos y al llegar a la orilla, arrojaba la imagen desdibujada de la que sería mi amada.

Muchos días la imaginaba caminando por el paseo junto al mar, delimitado por una balaustrada blanca, con  adornos corroídos por el acecho del salitre y alguna lágrima de las parejas de enamorados. Al acercarme, no me podía apoyar, padecía el dolor de no tenerla y sentía envidia de los amantes que, con permiso mutuo, se acariciaban hasta fatigarse y se alejaban al ocultarse el sol. 





Pero ese mes de julio, nos cruzamos por casualidad y a partir de ese día yo favorecía los encuentros, aunque estuvieran injustificados. Quedábamos, me acompañaba a lugares conocidos para mí, que descubría diferentes al estar con ella. En cada uno de esos instantes, aparecía una nueva sensación que me provocaba ternura y deseo. Hasta entonces, al observarla confundida entre los amigos, solo había sido sentido admiración. Con el paso de los días aquella sensación se transformaba, quería estar junto a ella en cualquier instante. Tenía celos de su ropa, del libro que tenía en sus manos y me esforzaba por ocupar el lugar del aire que la envolvía para conseguir sentarme junto a ella. A veces consentía que me acercara, yo lo entendía como una aprobación de mi deseado amor, aunque no había más señales que mi propio afán; en otras ocasiones se producía un gesto de indiferencia que me desesperaba, pero como si fuera la primera vez, volvía a buscar el idilio. 






Siempre dudaba si ella era consciente y disfrutaba con mis intentos de enamorarla. Después descubrí que su carácter le impedía jugar con esas sensaciones, y el tiempo me confirmó que las lejanías se producían por mi falta de madurez en los trances hacia la búsqueda del verdadero amor.

Me acerqué a la orilla y el mar se mecía al ritmo de los recuerdos de mi vida. Ella estaba allí, subida a las guirnaldas blancas de las olas, entre la espuma. Y como el amor más real, venía junto a mí y se ocultaba a cada embate. Casi podía tocarla, pero se alejaba. ¿Quién era el responsable? ¿El mar, o yo?





Yo sería el mar en todos sus matices: tranquilo y sereno, agitado por el Siroco, en tempestad... Exactamente con las mismas variaciones de mi forma de ser. El mar y yo somos inseparables. 

Retweeted Paola Barbagallo (@paoladelusa)





Javier Aragüés (abril de 2018)

sábado, 7 de abril de 2018

LA MADRE QUE SE MORÍA POR TORREVIEJA (Cuento infantil)

Era un país grande, muy grande; tan grande, tan grande, que todos los caballos del mundo cabían en un jardín grande, grandísimo, que tenía en su interior y al que todos sus habitantes llamaban la estepa. En aquel  país vivía un hombre pequeño, muy pequeño, que todos 
llamaban el pequeño Putin. Para el pequeño Putin, su madre era lo más importante, pero siempre después de él. 







La mayoría de los habitantes del país de la estepa no le respetaban, le temían. El pequeño Putin era un hombrecillo fuerte, muy fuerte, al que le gustaba demostrar a sus vecinos, lo fuerte y poderoso que era. Cuentan que con solo un lápiz podía hacer desparecer un país, y así lo hizo cuando mandó a su ejército a la guerra contra un país vecino, simplemente firmando una orden sobre un papel. También contaban que con su voz era capaz de matar a miles de niños, y así lo hacía cada vez que ordenaba a sus aviones descargar las bombas sobre los territorios pobres, donde vivían miles de pequeños indefensos. También tenía los ojos diminutos, como dos granos de arena, nunca los cerraba por miedo a ser traicionado. Por sus pequeñas y afiladas orejas escuchaba todo lo que decían de él; si cuando lo que oía, no le gustaba, desterraba al parlanchín a un territorio muy frío, tan frío, del que nadie regresaba. Decían que tenía un olfato tan fino que distinguía, en cualquier habitación, completamente vacía, si había estado allí algún conejo o cualquier animal que tuviera pelo; y los más exagerados decían que sabía el nombre del animal ¿Y sus pies? Sus pies eran como de juguete: los dos cabían en una cajita de cerillas, que utilizaba como zapatos, casi no podía andar. Se desplazaba siempre en un caballo, pequeño, más pequeño que el póney más pequeño, pero siempre lo hacía por la noche, para que no le viesen y así no sentirse ridículo

Tantas cosas contaban del pequeño Putin que no se sabía si eran leyenda, o realidad, pero todos coincidían en que era un hombre sabio, muy sabio. Y todos  se preguntaban de dónde había sacado esa inteligencia tan prodigiosa.

La única persona que hablaba bien del pequeño Putin era su madre. Era una anciana encantadora. Era muy vieja, tan vieja que estaba arrugada como una pasa. Andaba arrastrando los pies con la espalda curvada. Pero era grande, muy grande. Siempre llevaba unas gafotas tan grandes, que le cubrían toda la cara, y a través de ellas veía todo, hasta lo que pasaba en otros países y las sujetaba en sus grandes orejones, por los que oía todo, todo lo que decían, y sobre todo estaba atenta cuando hablan del pequeño Putin. La anciana era tan grande que no cabía en el palacio del pequeño Putin y había mandado construir un palacio de grandes dimensiones en la estepa. Era tan grande que los árboles crecían dentro y la mitad de los caballos que pastaban en la estepa dormían en su interior.







El pequeño Putin cuidaba mucho a su madre y procuraba tenerla siempre a su lado. Como vivía en la estepa, la guardia iba todos los días a buscarla y la llevaba cada día junto a su hijo. Para ello había mandado construir un trineo gigante. Estaba fabricado de madera y habían necesitado cortar más de 100.000 árboles de la estepa, por eso era tan desértica. No regateaba esfuerzos para tenerla junto a él. Cada vez más, los habitantes del país pensaban que las buenas cualidades de Putin se debían a las facultades de su madre. Creían que si moría, el pequeño Putin dejaría de ser tan fuerte y perdería el poder.  






Pasó el tiempo y durante muchos inviernos a penas salía el sol. Los inviernos eran cada vez más duros. La madre del pequeño Putin comenzó a padecer una enfermedad en la piel. Al no recibir los rayos del sol perdía las facultades por la que la admiraba el pequeño Putin. Cada día que pasaba veía peor, no era capaz de distinguir a su hijo cuando estaba delante de ella y era incapaz de diferenciar un trueno de un portazo. El pequeño Putin,  alarmado, hizo traer a los mejores médicos del país. Pasaron semanas deliberando hasta encontrar la solución. Cuando la tuvieron se lo dijeron. 

Tenía que llevar, con urgencia, a la anciana a un balneario de una pequeña población, en un país insignificante comparado con el del pequeño Putin. Allí había sol, casi todos los días del año. Pero eso significaba que el pequeño Putin, si no quería abandonar a su madre, tenía que dejar el país  en manos de un consejo de ancianos. 



Pasaban días y días y el pequeño Putin no se decidía. Tanto tiempo pasó, que la madre se puso muy malita y la enfermedad podía con ella. No veía nada, ni oía; ya no podía ayudar al pequeño Putin, que perdía sus facultades con la misma velocidad con que lo hacía su madre. Dudaba entre permanecer en el poder o acompañar a su madre, a ese país donde brillaba el sol. El estado de la anciana se agravaba por momentos y casi le imploraba. Por fin, decidió ponerse camino a Torrevieja, y acompañar a su madre. Además del consejo que le habían dado los ancianos le parecía que el nombre del pueblecito estaba destinado a su madre, por su tamaño y por la edad. Repetía un y otra vez: torre vieja, torre vieja. Sí, pero tenía que dejar al consejo de ancianos al frente del país para que lo gobernaran. Pero el consejo, al ver como se había comportado con la madre, se negó y no pudo dejar el país.


La madre del pequeño Putin murió, él perdió todas sus facultades y por tanto el poder.
A partir de ese momento, el consejo y todos los ancianos del país decidieron establecerse definitivamente en Torrevieja. Al cabo de unas semanas, a todos les cambió la piel, que se volvió de color bronce y no tenía arrugas.

Cada día que pasaban en aquel lugar, eran más felices, más fuertes, más guapos y muchos de ellos continuaron sus negocios. En el nuevo país no se despreciaba a las organizaciones que para defender sus intereses no utilizaban demasiados escrúpulos. Por eso algunos se encontraban como en casa.


Javier Aragüés  (abril de 2018)




EL ESTETOSCOPIO, UN APARATITO ENCANTADO (Cuento infantil)

Roser era médico y adoraba a los niños. Pasaba consulta en uno de los hospitales más importantes de Barcelona y estaba casada con Agustí, un hombre más bueno que el pan. A los dos les gustaban mucho los niños, pero no tenían hijos. 


Tenía una enfermera que se llamaba Marta  y estaba en el hospital con ella desde que había ido a vivir a la gran ciudad. Conocía a Agustí, los dos eran de un pueblecito cerca de Barcelona, por eso y por lo bueno que era Agustí, trabajaba con la doctora Roser.

Marta tenía malas pulgas. Como enfermera no sabía mucho, por eso la doctora tenía que decirle cómo hacer las cosas y la regañaba muchas veces porque no se portaba bien con los niños.

Todos los jueves, a las diez de la mañana, la doctora Roser pasaba consulta a niños enfermos de los pulmones o del corazón. Era precioso ver cómo, con mucho cuidado, cogía un aparatito con sus manos, tenía un nombre muy raro. Los mayores lo llamaban estetoscopio, pero los niños decían el aparatito. Roser separaba las varillas que tenía, que eran de un metal de brillante, colocaba los extremos del aparatito en sus oídos y lo ponía sobre el cuerpecito del niño, que como estaba frío, daba un pasito atrás. Con muchísimo cuidado, como si fuera una bailarina de ballet, acercaba otra vez el aparatito poniendo su mano en el pecho del niño y el pequeño se dejaba que le mirara la doctora Roser. El aparatito parecía tener vida cuando estaba en sus manos, era como si la conociera y trabajara por su cuenta. 

La doctora Roser no se cansaba de cuidar a los pequeños. Si al poner el estetoscopio, que ya se movía solo, se paraba sobre el pecho del niño, ponía la cara triste y hacía un puchero, pero a la vez ponía una sonrisa para no asustar al niño.  





Roser tenía fama como doctora. Muchas veces había curado a los niños y les había salvado la vida. La doctora Roser estaba rodeada de leyendas pero había una que asombraba a todos: Decían que tenía un poder especial con el que podía curar a los niños que estaban muy malitos. Contaban que un día se dio cuenta que un niño tenía algo en el corazón. Enseguida su cara se entristeció y se puso pálida, cogió el aparatito encantado con sus dedos y le dejó que pasara varias veces el pecho del niño, pero de repente cambió su cara, ya no estaba preocupada, y suspiró. Tenía  una sonrisa que tranquilizó a la madre del pequeño: dejaron de escucharse los ruidos que avisaban de que el niño estaba enfermo.

Cuando los niños iban a su consulta, Marta siempre miraba a la doctora.  Quería aprender para ser como ella. Quería hacerlo, pero la envidia no le dejaba. Se le ocurrió que podría ser como ella si tenía un aparatito como el de la doctora y se compró uno igual, sin decírselo a la doctora Roser. Estaba deseando probarlo.

La doctora Roser nunca faltaba a su consulta, pero un jueves se sintió indispuesta. La consulta estaba tan llena que no cabía un alfiler. Entonces Marta les dijo a unos padres que estaban esperando con su hijito que pasaran, pero sin decirles que la doctora  estaba enferma. En la consulta hacía como si la doctora Roser no hubiese faltado. Se hacía la simpática, ponía la misma cara que ella pero se notaba que no estaba segura, que no sabía qué hacer. Para disimular dijo a la madre que le quitara la camisetita al niño. El pequeño se sintió sin protección frente a la enfermera Marta, a la que le temblaban las manos y no acertaba a sujetar el aparatito acústico que se había comprado . Al cogerlo le parecía que pesaba como si fuera de hierro macizo. Como pudo lo acercó a la piel del niño. El niño se escapaba, no quería que Marta le sujetara. Ella lo agarró con fuerza y le hizo daño. El niño se puso a llorar y temblar de miedo. Marta, la enfermera, le soltó.  No sabía qué hacer, acompañó a los padres hasta la puerta y quiso dar un beso al niño, que le aparto la cara. 

Ahora le tocaba pasar a otro niño. Marta la enfermera hizo lo mismo que con el anterior, pero le trato con más cuidado, el niño se dejó poner el aparatito en el pecho. Escuchó por el aparatito y le pareció que tenía alguna cosa fea en el corazón. Entonces quiso hacer lo mismo que la doctora Roser, y frotaba y frotaba el aparatito, lo apretaba contra el cuerpecito del niño, pero el estetoscopio no se movía y seguía escuchando ruidos. No había curado al niño. La cara de Marta, la enfermera, se puso roja como un tomate, y salió corriendo de la consulta. 

No sabía a dónde ir. Entonces se le ocurrió pedir ayuda a la doctora Roser. Llamó por teléfono a su casa y le contestó su marido Agustí, que estaba con ella. En seguida pensó que sería más fácil hablar con él, los dos eran del mismo pueblo.

Agustí, el marido de la doctora Roser, le dijo:

       La doctora Roser está dormida, le duele la barriga. ¿Qué quieres?

 Marta le contó lo que había pasado.

       Como no había venido la doctora Roser y la consulta estaba tan llena, que no cabía ni un alfiler, me puse a ver a los niños.

Entonces Agustí, el marido de la doctora Roser, le preguntó, un poco preocupado:

       ¿Y qué les has hecho?

       No, no, yo nada —le contesto Marta, la enfermera, con voz de tartamuda.

       ¿Cómo? —le volvió a preguntar Agustí, algo más preocupado.

       Bueno, a dos niños les pasé el aparatito, ese que tiene la doctora, pero no se dejaban y se pusieron a llorar

       ¿El aparatito de la doctora Roser? —le preguntó muy extrañado el buenazo de Agustí.

       Sí, sí, el mismo —contestó Marta, la enfermera.

Agustí estaba muy enfadado. No se pudo contener y le dijo a Marta la enfermera, gritando.
  
       ¡No dices la verdad! Me estás mintiendo. El aparatito que has cogido no es el de la doctora Roser.

Muy enfadada Marta, la enfermera le contestó:

       ¿Y tú como lo sabes?

       Porque la doctora Roser jamás deja su estetoscopio a nadie, nunca se separa de él. Y la otra cosa, la más importante, porque el aparatito de la doctora Roser está encantado y todo lo sabe hacer solo.

Desde ese día Marta tuvo fama de mentirosa en el hospital y dejó de ser la enfermera de Roser.




Javier Aragüés  (abril de 2018)