viernes, 16 de marzo de 2018

LA VOZ

La voz se encaró con la rata, único vestigio de vida en el decadente inmueble. 

— Buenos días —dijo.

— Eres puntual. ¿Estás dispuesto a conversar?

— Un día caerás en el cepo y no volverás a saludarme.

—Es difícil. Noto el olor de cada vecino y antes de probar los trocitos de queso que hay en el cepo, sé quien les ha puesto la mano encima. 

— ¿Puedes explicarme a qué huelen?



— Los del primero a ignorancia, pasan y no dejan rastro. Los del segundo van impregnados de efluvios a avaricia, no son capaces de saciar sus ansias de poseer sin compartir, no saludan y se rodean de un tufo de insatisfacción. La pereza salpica a todos. Solo la lujuria me confunde con un olor nada frecuente que se concentra en los pisos más lujosos, pero hace meses que no huelo a nada

Un fuerte portazo ahuyentó al roedor, que corrió a su escondrijo bajo las maderas del peldaño más cercano, mientras que la voz se ocultó tras la puerta del ático y se zanjó la charla.

Elvira la inquilina del piso tercero salía de casa. Descendía agarrada al pasamano. Cruzaba armoniosamente las piernas.  Solo la limitaba su falda, muy ceñida y con una larga abertura al dorso. Daba un pequeño giro a la punta del zapato, cada vez que notaba el contacto con el escalón, para asegurar un gesto elegante. 
Deseaba encontrarse con algún vecino. Pese a sus taconazos y suspiros el encuentro parecía imposible. No coincidía con nadie. Llegaba a pensar que el inmueble estaba desocupado. 


El centro de la silenciosa escalera estaba vacío para alojar un ascensor que nunca había existido. Desde el garito de la portería, el hueco parecía una siniestra chimenea.

Elvira creyó escuchar cómo se abría lentamente la puerta del ático, al son del rechinar de los oxidados goznes.

En el bajo se encontró con la portera. Tenía las manos en la cintura y los brazos separados. Estaba plantada delante de su cuartucho, provocando una charla.

— Tan guapa como siempre.

— ¿Usted conoce al nuevo inquilino del ático? Acabo de salir de casa y este edificio parece una tumba.

—Yo no. Creo que llegó el lunes por la tarde, a última hora.

— ¿Quién se lo ha dicho?

— Mi marido. Pero no me fío, se pasa el día adormilado. Es como si no existiera.



Frente al portal paró un taxi, se aposentó en el asiento trasero e introdujo las dos piernas con habilidad, para no enganchar sus medias y mostrar hasta donde le parecía discreto. Indicó al taxista el nombre de un parque y el coche partió dejando una nube densa de gases grises por el fuerte acelerón.

Un soplo de aire abrió lentamente la puerta del ático y entre las maderas del peldaño deformado, la rata, asomó su hocico puntiagudo sobre dos dientes repugnantes.

La voz le advirtió. 








— ¿Ya estás aquí otra vez?

— Como nadie nos oye, he salido.

— Pienso en ti. Me entristece verte tan solo. 
¿Te has fijado en la chica de la falda?

— La he oído partir.  

— ¿Por qué te encierras?

— Prefiero pensar, ordenar mis sentimientos para relacionarme. Para mí, estar solo es una elección y está relacionada con la 
insatisfactoria vida exterior. Es más fácil estar contigo, me ayuda a conocerme.

— Elvira se interesa por ti.

— Solo sé que ha dado un portazo al salir de su casa y se ha parado a hablar con la portera. No sé nada más.

— Es un alma solitaria como tú, parecéis   diferentes pero algo os une. 

— ¿Por qué dices eso?

— Está sola pero elige los momentos para relacionarse, con la diferencia de que ella no quiere pasar desapercibida y tú sí.

—  No soporto vivir con la carga de no saber querer. He perdido el amor. No quiero mostrar la poca humanidad que hay en mí, ni llamar la atención; me oculto, pero me apasiona que hablen de mí. Tengo que asumir mi estado y vivir encerrado en mí retiro. En libertad, soy un riesgo.

Se oyó un murmullo en el portal. Elvira había vuelto y ejecutaba los mismos gestos. Su taxi se detuvo delante del edificio, ella se inclinó hacia el conductor para pagar, cerró el bolso, sujetó su falda con la otra mano, puso los pies en la acera, se incorporó y salió del taxi. 

¿Elvira?


Aunque la portera la abordó, Elvira aceleró el paso y zanjo el encuentro con un: "Mañana le contaré". No se detuvo. Decidida a conocer al nuevo inquilino, subió al ático y llamó a la puerta entreabierta, que cedió.

Una rata salió del piso y se escondió bajo las maderas de un peldaño.
Elvira dio un grito.
Del interior del apartamento una voz densa y esponjosa la llamó por su nombre. Y aquella suave voz qué en un principio, le susurró al oído… beso sus labios… acarició su espalda, se convirtió en una aguda voz de cristal, que, con ansia, rasgó su vestido… desnudo su cuerpo… y apasionadamente la poseyó.

A la mañana siguiente, Elvira despertó en su casa. Se vistió como acostumbraba y descendió a golpe de tacón hasta toparse con la portera.

 —  Disculpe ayer venía muy cansada y no me entretuve en saludarla— le dijo.

—  —No tiene importancia señorita Elvira, solo quería decirle que no entendí bien a mi marido.  Por la noche me dijo que el nuevo inquilino del ático, no vendrá hasta dentro de dos semanas.



Sara Laborda y Javier Aragüés (marzo de 2018)

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