jueves, 27 de abril de 2017

AMARGA Y ACARAMELADA


La caída de la Casa Usher

Edgar Allan Poe

Son coeur est un luth suspendu;
Sitôt qu’ on le touche, il résonne.

-De Béranger

Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. 





Hopper


Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplismos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas.





Al monumento siniestro que dominaba el paisaje, algo sórdido se le había añadido  que me hacía albergar cierta esperanza respecto a lo que sería mi estancia. En el ambiente un potente olor a caramelo dominaba el tétrico decorado. Parecía nacer del interior de la casa. Al traspasar el umbral encontré un pequeño salón acogedor con un aire de desorden organizado. Libros abiertos con páginas subrayadas; otros en estanterías, dispuestos a ser arrebatados por unas manos anónimas, entrañables, ávidas de ocio y conocimiento. Buscaba con ahínco por los rincones de la sala. Los efluvios salían de un tibor que se encontraba sobre una singular mesa victoriana. Las paredes del ánfora revestidas de policromados de flora y fauna reforzaban sus curvas e invitaban a la relajación de la vista que acompañaba a la de la mente. Me venció la curiosidad y destapé la vasija. Efectivamente el olor residía allí.






John Palmer


Las responsables eran un cúmulo de manzanas rojas, geométricamente perfectas que brillaban reforzadas por la fina capa de caramelo que alguien había depositado con esmero, en riguroso contacto, el suficiente para no dejar pasar la luz y permitir la circulación del aire que dominaba el ambiente de todas las estancias. Sujetaba con mi mano derecha la tapa del recipiente que se apoyaba sobre la   mesa, cuando una voz aguda y agradable, oculta tras los cortinones que forraban una de sus paredes, me invitó: "coja".
La sorpresa provocó una  falta instantánea de coordinación que me hizo dudar entre soltar la tapa o tomar una manzana. Predominó a cordura y mordí la fruta, pasando la lengua por la almibarada superficie, ante la atenta mirada del inesperado inquilino. 

-¿Es usted el dueño de la casa? -pregunté

-Soy el marido de la dueña -respondió con tono  agudo, sonriendo con sorna,

- ¿Y el olor? 

-Soy el responsable. De hecho me ocupo de todas las labores de la casa. Me encantan las manzanas y las cocino de mil maneras, sobre todo me cautiva su aroma -respondió complacido.

-¿Y su mujer? -pregunté








-Jackie, es diseñadora de interiores -se detuvo esperando a que yo me interesara. Ante mi silencio, prosiguió: En realidad yo me ocupo de los visitantes y ella es la que tiene la gran responsabilidad de mantener en cierto desorden el entorno. Cuando se acercan forasteros, cuida el aspecto de la vegetación para que los juncos adopten la apariencia de ralos, poda los contados mojones de los árboles resecos hasta diagnosticar una severa depresión en el paisaje. La propia mansión se convierte, en apariencia, en el monumento a "la bilis negra" con sus ventanas en negritud, como las cuencas de los ojos de un leproso, que aloja la melancolía -contestó sin interrupciones. 

Jack me explicaba que nada estaba sometido al azar. Incluso regaba en abundancia durante la noche para reflejar un ambiente húmedo en el entorno de la casa. Jackie era capaz de todo. A los visitantes se les recibía con cordialidad siempre que admitieran las normas de convivencia y lo que más costaba entender, que al menos una noche, debían hacer el amor con ella.

Javier Aragüés (abril 2017)

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