viernes, 30 de octubre de 2015

LOS ACORDEONES DEL METRO

“Si Hamlet hubiese sido capaz de reírse después de haber planteado la pregunta por el ser, la cuestión se habría disuelto”.

 Chantal Maillard

A García Márquez

Al final todo el mundo estaba de acuerdo en que era un problema. Tras quince días de exámenes minuciosos las pruebas eran indiscutibles: justo cuando el tren del suburbano se detenía en Ópera una nube de acordeones plateados salía de todos los vagones….de todos, menos del que estaba en el centro del convoy.


La brigada de expertos prefirió investigar durante un día normal. Los siete del equipo subieron al metro en Cuatro Caminos poco antes de las seis y media de la tarde. Uno a uno se apostaron al fondo de cada vagón, repleto a esa hora de personal que regresaba del trabajo, iba a buscar a los niños al colegio o simplemente quería dar un garbeo por El Corte Inglés. A la altura de la estación de Canal, dos acordeonistas de aspecto polaco entraron en el último coche. No llevaban amplificador eléctrico y comenzaron la interpretación de unas danzas húngaras que sorprendió a la gente. Repitieron la actuación a la altura de Quevedo, pero esta vez prefirieron tocar el Tico-tico, que, aunque más ligero, resultaba más espectacular. Para San Bernardo, los vagones primero, segundo y tercero ya tenían músicos. Tres dúos, todos con acordeón, y luego un violín, una guitarra y una trompeta. Con piezas diferentes, el tren sonaba a gloria. En Noviciado, el trompetista y su compañero se fueron al último vagón a repetir el largo de Haendel mientras su lugar lo ocupaba un acordeonista rumano, gordo, de piel oscura y bigote abundante. Interpretaba muy bien los tangos y por sus requiebros retrechados y cachondones parecía auténticamente porteño. Lástima, pensó el inspector jefe de la brigada, parece que quiebra el fuelle para enterrar una amargura insobornable. Santo Domingo sólo acogió a otro dúo de acordeones grandes, con los remaches plateados relucientes, ¡dos Hoffner de 42 teclas, cachas repujadas en las botoneras y cantos metálicos en cada pliegue! La gente imaginó que acometerían un vals...quizá de Strauss. Un acordeón joven, fino y enteco, se asomó al cuarto vagón, el del medio. El inspector correspondiente le vio vacilar, contraer el gesto y alejarse a toda prisa camino del enlace con la línea 1. El funcionario giró rápido la cabeza, intentó escrutar todos los rincones del vagón y anotar cualquier novedad. Sólo alcanzó a observar que la gente había enmudecido y que quizás también la música de los otros trenes estaba más atenuada. No tuvo tiempo a ordenar sus pensamientos: en la estación de Opera, el andén estalló en acordes gloriosos mientras el tren vomitaba y vomitaba acordeones, una bandada de mariposas que extendía y contraía sus alas-fuelles entre una nube de violines, guitarras y trompetas que revoloteaba atrapando melodías, iniciando fugas y coincidiendo en contrapuntos obscenos.

Del vagón del medio no surgió un solo acordeón.

Los investigadores decidieron cambiar la estrategia. Al día siguiente, seis inspectores se quedaron en el vagón misterioso mientras el jefe de la brigadilla recorría todo el convoy, cambiando de coche en cada estación. Se mantuvo la hora de la patrulla, pero se realizó en sentido inverso.

Enseguida, en Ventas, aparecieron varios músicos en el primer coche. El inspector jefe, un viejo funcionario serio y escéptico, disfrutó de un pasodoble. Se descubrió tatareando por lo bajinis el Gato Montés y corriendo a cambiar de vagón en Manuel Becerra para poder escuchar otra gran versión de Manolete. En Goya casi perdió el tren, absorto en su audición. Atinó a pasar al tercer vagón, a la vez que entraban un saxofonista y un nuevo acordeón. Sonaban bien, aunque los acordes estridentes y sincopados del jazz-tango nunca le habían calado demasiado... En Príncipe de Vergara, ya en el quinto vagón, se sintió muy a gusto. Aquella chica que tocaba sola, largos cabellos pelirrojos, piel de nácar y grandes ojos verdes... Era eslava, seguro. Le miró, él la miró. Sonrió, ella sonrió. Retiro. Vivaldi...Me llamo Irina... ¡Se lo había susurrado!  Cambiaba al sexto vagón en Banco y el inspector la seguía, imaginando despertares dulces y crepúsculos apasionados... ¡Oh, los compositores rusos...! Miró al resto del vagón y tuvo el extraño presentimiento de viajar en el tren del amor. Irina...la llamaría Irene. Al resto del personal no parecía importarle. Al fondo, una veinteañera aprovechaba para calentarse el ombligo desnudo contra el torso esculpido de un rostro joven esbozado entre dos grandes patillas. La madurita junto a la puerta se dejaba achuchar por un oficinista Cortefiel y un “fonta” bajito y fornido se las ingeniaba para elogiar la pechuga de una señora de escote-canalillo que levantaba displicente la cabeza, el abanico y las esclavas de oro. El inspector pensó que los que mejor aprovechaban aquella música eran un par de jubilados sentados al fondo, de sonrisa plácida y manos entrelazadas...



Persiguiendo a Irina camino del séptimo tren en la estación de Sevilla descubrió que la situación amorosa había invadido todo el convoy .menos el vagón central. En Sol se sintió radiante. Irina le dedicó lo mejor de su repertorio… el preludio-fuga de Bach. El inspector jefe notó un escalofrío que le sacudió vísceras que nunca hubiera imaginado tener mientras su corazón se estremecía en pálpitos rápidos y dodecafónicos.




La placa roja y azul de Ópera le enfrió la cabeza. Irina cambiaba de vagón. Corrió tras ella hacia el cuarto coche mientras apartaba acordeones plateados que enjambraban por los rincones de la estación entre estallidos de música. Las puertas abiertas del coche maldito respiraban un aire quedo y triste. Irina fijó la vista en un joven rubio de semblante vacío y ojos ausentes. Sentado junto a la puerta escondía entre las manos un dolor antiguo y un acordeón rojizo de cantos dorados. Ella dudó en entrar, crispó los dedos sobre las teclas mudas y de su boca pálida sólo se oyó un quejido:

-    “Sacha…”
-         “Irina, ¡quería tocar como tú te merecías…, no pude!”

El inspector atinó a comprender mientras sus seis colegas sacaban a empellones al músico acongojado. Nunca supo qué le impresionó más; si las lágrimas en los ojos de Irina o el desprecio atroz y certero de aquella otra mujer que gritó:

-         “¡¡Idiota!! …¡no ves que ella siempre te ha querido…!

***











No fue fácil convencer a los otros inspectores pero era imposible que aquel ser frágil y amedrentado fuera la causa de un vagón tan profundamente contaminado de amargura. Mejor dejarle marchar y que se fuera a curar su melancolía a San Petersburgo. La investigación debía seguir. El inspector jefe la acometería personalmente con la ayuda de un músico profesional. Conocía uno muy capaz. Se dedicaría el tiempo que hiciera falta…las veinticuatro horas…habría que dormir en los vagones…sería difícil pasar por casa… no importaba…Era su deber investigar todo lo que fuera necesario.

Entre carcajadas, el inspector jefe llegó a asegurar que en pocas semanas aquel vagón rebosaría felicidad…aunque él nunca pudiera llegar a tocar en un acordeón otra cosa que la Chocolatera…

A casi nadie convenció la solución. Todavía hay quien defiende que no se debe permitir tocar música en la línea dos del metro de Madrid. Otros han llegado a decir que el tren no debería parar nunca en Ópera.





Mariano Molina (Octubre 2015)



lunes, 26 de octubre de 2015

UN COMPAÑERO Y A PESAR DE TODO AMIGO




Micorrelato. COMPAÑERO Y A PESAR DE TODO AMIGO


Nos conocimos en la universidad y asistimos a la misma aula. Ella –Alicia-  preparaba las clases cómo si le fuera la vida en ello, aunque lo que quería evitar era la mirada inquisidora de aquel compañero  cuando balbuceaba ante una pregunta imprevista del profesor. Nunca faltaba, sentada en la primera fila, cruzada de piernas, o no, con la falda recogida lo suficiente para distraer la mirada de don Ernesto Cienfuegos y de Guevara, profesor de matemáticas, Grande de España y al que llamábamos Mr.x. por su caracter voluble y casquivano. Solo la presencia de Alicia provocaba la metástasis que se extendía entre otros compañeros. Mr.x tenía que hacer grandes esfuerzos para continuar la explicación y disimular la hinchazón bajo su pantalón. Cuanto la falda era más corta y el día más primaveral, se pavoneaba  del  porqué del  título de Grande, en contraposición con su envergadura. Reafirmaba su ego con un hilo de voz inusual en estos discursos que contrastaba con su género. De poco le servía ante todos nosotros y menos ante Alicia.

Mi compañero Andrés quería ser médico especialista en ginecología y obstetricia para asegurarse los reconocimientos sociales y disfrutar, sin impedimentos, su inconfesable desviación sexual, el voyeurismo. A la vez que ironizaba, aseveraba, "tendré satisfechas mis aspiraciones profesionales y resuelto el conflicto entre  sexo y oficio".








Andrés, voyeur sempiternose le acercaba  entre clases, con la
excusa de tener dudas sobre las explicaciones de Mr.x. En las distancias cortas era más peligroso. Con la mirada, se paseaba por el cuello de cisne que arrancaba de la nuca  de Alicia. La imaginaba lubricada deslizándos, sobre mi cuerpo. Mi compañera no pódia 
ponerse vestidos que remarcaran los senos emergentes, compatibles con su edad y exhibir sin temor sus piernas de impala. Sentía temor cuando Andrés se acercaba al grupo. Su rostro reflejaba el deseo de restregarse con su pecho como si fuera una eventualidad. Alicia no olvidaba  sus sensaciones y me lo explicaba delante de una taza café.
Una y otra vez Andrés repetía el recurso justificando su presencia. Alicia se apartaba, temía que el reflejo de sus facciones anunciaran las acometidas. Andrés buscaba su cuerpo con vehemencia. Alicia me confesaba sus temores y  sentimientos. Nos convertimos en algo más qué compañeros. Dejó de asistir a algunas clases en contra de su voluntad, los días que se sentía más debil para soportar las posibles acometidas de Andrés. Ella me esperaba en un café próximo a la facultad, para comentar la clase, intercambiar apuntes y conocer el estado de agitación de Andrés. Yo me deleitaba con los encuentros, hasta imaginar a Alicia entregada. No lo manifestaba, por miedo a perderla. Andrés repetía la actuación. No sólo acosaba a Alicia, también al resto de las compañeras. Fue expedientado y obligado a dejar la universidad. Ya no tenía excusa para justificar las citas. No sabía si ella seguía con sus espejismos. La invité en sucesivas ocasiones al cine, a la salida y en otros cafés comentábamos la película. Ella como intetelectual y yo sufriendo mi desconocimiento para analizar cada cinta. Harto del esfuerzo reconocí mi limitación y la pedí ayuda. Desde que me sinceré, me sentí cómodo, e iniciamos una relación sin limitaciones. Alicia accedió a mi petición y a la de ponerse los vestidos que excitaban a Andrés. Los juegos eróticos se iniciaron con aproximaciones en una esquina del dormitorio. Los dos, semidesnudos, nos entregábamos a mis fantasias. Al culminar los orgasmos ella relajada, me besaba y yo no dejába de pensar lo fácil que me lo había puesto Andrés.


                                   Javier Aragüés (Octubre de 2015)

martes, 6 de octubre de 2015

DESPEDIDA




 Aunque jamás había estado en prisión, hubiese preferido que los olores a letrina,  del catre y de la manta, no resumieran los de todos los que habían pasado por aquella celda. Semidesnudo, involuntariamente, apoyé mi espalda en los barrotes. El escalofrío inesperado suprimió todas las sensaciones. El cierre sincrónico  y el chirrido de las aldabas de la hilera de calabozos quedaron amortiguadospor los cuchicheos de los agentes. Yo no había apagado  la luz cuando el grito del funcionario retumbó en mis oídos.
 -¡¡¡ Salvador, a qué esperas!!!-dijo.



 Esccucha...




Sin pensarlo y atemorizado busqué el cordón mugriento unido al casquillo de la tulipa de la única lámpara y luz leve iluminaba el calabozo. Solo tenía un pequeño trozo de papel, superviviente de la brutal detención y un pedazo  de lápiz del que asomaba una mínima punta roma. Sentí alivio, eran los únicos nexos con el exterior para poder despedirme de manera escueta y civilizada de mis seres más queridos. Por un momento ellos paseaban por mis retinas y cruzábamos las miradas, en silencio y con el atisbo de amor del que éramos cómplices.

-Para Joaquim, Carme, Merçona, Montse e Immaculada.Ya poco os puedo decir, dentro de unas horas sentiré de nuevo el escalofrío definitivo de la muerte apoyado en mi cuello. No me arrepiento de lo que la vida me ha consentido. Vuestro hermano que no os olvida”. Salvador


Javier Aragüés (Octubre de 2015)