sábado, 31 de enero de 2015

ALFOMBRA DE REFLEJOS (microrrelato) Libro 5



No había nadie en la orilla. Nos encontramos pisando el mar por una de esas inacabables alfombras de reflejos. Nos detuvimos ante un
horizonte expectante, apenas había distancia entre nosotros y un testigo. Al mirarnos descubrimos el silencio; las manos y las miradas dispuestas a leer los sentimientos, mientras la timidez se disipaba. A su lado se avivaban deseos y sueños. Hacía que me sintiera libre, vivo, irreconocible y dueño de mí. Seguimos andando sin abandonar la felicidad.

Aquella tarde viajamos hasta el final del fulgor y el sol se mostraba renuente a dejar 
el día. Desde la mirada, nos sentíamos vivos, disponibles para amarnos. Permanecí a su lado sin atreverme a expresar lo evidente por miedo a equivocarme. 

No quería que se agotara ese instanteintenté retenerla entre palabras y sueños. Me agaché y ella conmigo. Cogí un puñado de arena, se escapaba entre mis dedos, ella me imitó. No me atreví a hablar. Me aproxime insinuante y la toqué, su olor estimulaba mis sentidos. 

Abandoné los complejos y la inseguridad  sin importarme a no ser correspondido; ella me miró y sin reparos me rodeó con su cuerpo. 

El sol decía adiós y ella se difuminaba sobre la alfombra de reflejos.


Javier Aragüés (Febrero de 2015)
















lunes, 26 de enero de 2015

EL BARRANCO (Relato de terror) Libro 5

Estaba rodeado de los cadáveres putrefactos de amigos y enemigos que desolaban el paisaje, salpicados por cuajos de sangre seca sobre los cuerpos que  taponaban los orificios por donde había escapado la vida y se había colado la muerte. En este decorado una bandada de pájaros codiciosos persistía picoteando los cuerpos más allá de la saciedad. En aquella hondonada dominaba el silencio en medio del dolor.

Al despertar sudoroso, no me situé hasta que sentí a mi lado el cuerpo de mi mujer; entonces llegó el sosiego pero las pesadillas no cesaban. Día tras día las mismas escenas y sobresaltos. Desesperado, ella me aconsejó que caminara.

Paseaba hasta las afueras de la ciudad; la caminata y el cansancio me ayudaban a conciliar el sueño pero me invadía la soledad. Mi mujer lo comentó entre sus amistades más próximas, para que sus parejas me acompañaran; no quería dejarme solo.

En una de mis pocas salidas en solitario por las afueras de la ciudad descubrí un saliente, era la antesala de un barranco escarpado; me asomé y sentía la necesidad de poder tocar el abismo. Me inquietaba pensar en la caída, pero eso no era  nada como el placer de compartir ese momento con los que estaban dispuestos a mitigar mi soledad.


El barranco 

No conocía a los que querían acompañarme pero los argumentos de mi mujer habían calado y eran numerosos los que se ofrecían. Eso sí, tenía que elegir entre marginados, locos o desesperados; todos los que estaban excluidos y que eran una amenaza para la sociedad. 

Aparentemente era difícil complacerlos. Pero encontré la solución. Cada día me acompañaría uno. Le haría saltar al vacío para que el resto no conociera el desenlace. Los llevaría hasta el borde del saliente, invitándolos a dejarse ir a cambio de experimentar la felicidad. Decididos volarían hasta alcanzar el suelo. 

El impacto seco y el aplastamiento contra el fondo del barranco provocaría la distribución de las vísceras al azar; eso también me atraía.

A pesar de la recomendación y de los paseos, el sueño obsesivo se repetía cada noche. Veía con precisión la amalgama de colores que formaban los restos de mis acompañantes. Predominaba el granate o el rojo chillón dependiendo del tiempo transcurrido en cada salto. Al pasar los días, los rojos oscuros —sangre coagulada— se apoderaban de los tonos más vivos de la sangre reciente. Pero la pesadilla empeoraba. Yo me sentía verdugo y la sociedad me consideraba su protector.


Una grupo de aves hambrientas se instalaba elos aledaños. De plumaje fúnebre, afilaban los picos y pulían las garras en los riscos más próximos. 
Contribuían con la osamenta y la ropa de los confiados saltadores al fondo acolchado de la sima, para formar parte del macabro espectáculo.




Los paseos se repetían y yo no vencía la soledad. 

Una tarde me acompañó mi mujer y llegamos al borde del barranco. En mi delirio, veía que al darle un empujón se tambaleaba y caía al vacío, al tiempo que lanzaba un prolongado suspiro 
seguido de un grito aterrador, que duró unos instantes interminable,

Cada noche dudaba, si mis deseos la deslizaban a la vacuidad o era mi impulso el responsable de la caída de mi mujer; en cualquier caso, al sentimiento de culpa le acompañaba mi soledad. Desde aquel día no soportaba su ausencia, me faltaba en todos los rincones de mi vida. 

Como en otras ocasiones decidí dar el paseo, esta vez solo. Al alcanzar el barranco, el abismo me atraía, me invitaba a saltar. 

Respiré profundamente. Llegué a calmarme 
durante el salto o al dar con mi cuerpo en la sima. No lo recuerdo, pero no volví a delirar. 
Cada mañana, despertaba junto al cadáver de mi mujer.
  


Javier Aragüés (Enero 2015)